Publicado el: 07 Nov 2016

Cenizas

Por Lucía S. NAVEROS

Los españoles estábamos empezando a hacer un uso inquietante de nuestros muertos: tenerlos en urnas por casa para dejarlos como dudosa herencia a nuestros descendientes (imagino una colección ominosa de ánforas, alineadas en el fondo de un armario); tirar las cenizas por ahí, con el riesgo de que una ráfaga de viento nos eche al querido difunto a la cara; incluso hacernos joyas y relicarios, llevando un trocito de papá o mamá, mezclado con madera, a modo de medalla en el cuello. A tal punto había llegado el desmadre funerario que la Iglesia Católica ha dicho basta. A muchos les extraña que la Iglesia intervenga en tales asuntos, y echan las manos a la cabeza, como si fuera un recorte de libertades decretado por Rajoy, una especie de Ley Mordaza postmortem. No, hombre, no. La Iglesia Católica lleva interviniendo en esos (y en todos) los asuntos humanos desde que colocó su primera piedra, y la pertenencia a ella (y la obediencia a sus normas) es voluntaria.

«Uno se fue del pueblo, a lo mejor dos generaciones atrás, y va a morirse, y literalmente no tiene dónde caerse muerto»


 

Sin embargo, no deja uno de imaginar las dificultades que pueden encontrar las nuevas generaciones de católicos a la hora de buscar reposo sagrado a las cenizas de sus mayores. Porque aunque es más fácil deshacerse de unas cenizas queridas que de un ataúd entero, el desarraigo y la carestía de la vida hacen que la utilización del cementerio de toda la vida sea más difícil. Uno se fue del pueblo, a lo mejor dos generaciones atrás, y va a morirse, y literalmente no tiene dónde caerse muerto.
¿Qué hará la Iglesia Católica con todos esos difuntos sin hueco? Y los que tengan medios, pueden ir buscando columbario. Para hacerse una idea, en Gijón te lo ceden 75 años por 750 euros, 1.050 si quieres descansar con tu pareja.

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