Publicado el: 08 Oct 2020

Política y antipolítica

 

Pablo GONZÁLEZ

La democracia, para qué negarlo, camina renqueante, atacada en multitud de frentes; todos la citan, pocos la cuidan, y menos trabajan día a día por mejorarla, por darle brillo ante tanto óxido acumulado. Ella, imagino, observa consternada a muchos de sus profetas, prestos a rendirle honores de palabra mientras, en la acción, la retuercen hasta casi romper lo que de ella va quedando. La separación de poderes continúa pareciendo una quimera imposible cuando vemos una y otra vez al poder político menudeando el nombramiento de las cúpulas judiciales; y ya se sabe, cuando un poder elige a otro Montesquieu muere otra vez. Las cuentas tampoco salen en nuestra inicua ley electoral, acostumbrada a diferenciar el valor del voto atendiendo a su receptor, castigando al chico mientras premia al grandote, como si fuera el primer reflejo del mundo que ayuda a elegir. Los grandes medios de comunicación podrían ser ese cuarto poder vigilante ante los desmanes de los otros tres, mas el sistema acaba por domesticarlos y convertirlos en portavoces oficiosos, brazos opinantes y desinformadores fieles al que paga, porque también manda.

Tampoco sus principales representantes institucionales andan especialmente pletóricos. A pesar del ligero aire fresco reciente, tal vez solo ilusorio, los partidos políticos, acostumbrados a presentarse como campeones en democracia, suelen obviarla (o como mínimo limitarla) en sus procesos internos, en tanto que las prácticas habituales son bien conocidas: conspiraciones de pasillo, burocracia profesionalizada, el conmigo o contra mí, quid pro quos y demás trapisondas que se encargan de validar reiteradamente a Robert Michels y su ley de hierro. Por mandato imperativo se fija obediencia al jefe y por lista cerrada se garantiza que el elegido lo sea por su órgano de dirección y no por sus ciudadanos; la rendición de cuentas también se hará en ese sentido. A lo ya apuntado habría que añadir un pertinaz y desalentador oscurantismo en sus finanzas y financiaciones, algunas con condena en firme y otras con sospechas casi tan firmes; y aquí, también, quien paga manda.

En fin, podríamos afirmar que el partido político como institución sufre de salud quebradiza y de menguante legitimidad ciudadana, en clara sinergia destructiva con la salud igualmente delicada de las instituciones de la democracia liberal. Dicho todo esto, diría una cosa más, acaso más importante que las anteriores vista la cara que se nos está poniendo: en España, nuestro actual régimen político, con todas sus imperfecciones, debilidades e indignidades, es mejor, muchísimo mejor que el que lo precedió. Quizás debiéramos reflexionar sobre ello más a menudo en esta época de maximalismos, crispación, tormentas parlamentarias y reyertas digitales y no tan digitales; porque la cuerda, de tanto tensar, podría romper para retornarnos a donde no debiéramos volver jamás.

Nada más lejos de mi intención que defender un sistema que cohíba toda crítica bajo pretexto de que la alternativa es peor (el que así lo entienda, remítase por favor a mis primeros párrafos); de hecho, la crítica constructiva es precisamente la savia que nutre la democracia y la razón de ser de una política sana. No obstante, no resulta difícil ir percibiendo una creciente y preocupante tendencia en nuestro país (y en bastantes otros) según la cual el desprecio a cualquier asunto perteneciente a la política, y de paso a la democracia, es propio de personas serias y centradas. Tras discursos disfrazados de “apoliticismo” o “sentido común”, estos modernos sofistas suelen recurrir a ciertas frases hechas, tan vacías como peligrosas, acerca de la miseria de la cosa pública y sus gestores: “todos los políticos son iguales”, “que se vayan, son muchísimos y solo sirven para robar”, “esto no es cosa de política ni ideologías”, “que gobiernen los técnicos y empresarios”, etc. Los que así se expresan, faltaría más, suelen considerarse demasiado pulcros e insignes para la política; intelectuales (de barra de bar o de Academia, poco importa) que, preocupados ante el acontecer de la nación y la falta de determinación de sus gobernantes, transigirían en su fondo con la eliminación de la labor política para que algún mandarín salvapatrias apareciese a modo de padre protector, firme y severo, presto a aplicar mano de hierro ante tanto desmán. Y con labor política no pretendo referirme únicamente a la política institucional (que también) sino, fundamentalmente, al ser político consustancial a cada ser humano, aquel que nos dota de sentido comunitario. Sí, después de la antipolítica viene la antidemocracia, y más nos valdría ir entendiéndolo para evitar errores pasados y confusiones futuras.

La democracia no es, ni mucho menos, un paradigma perfecto; ni siquiera en la teoría, pues nada asegura necesariamente el acierto de la mayoría. Pero al menos, tras probar bastantes de los demás modelos, sabemos que es el menos malo hasta la fecha, y que muestra una relativa capacidad de corrección y mejora que el verdadero demócrata debe aprovechar, sin excusas, a través del análisis crítico permanente, informado y tolerante con el otro. La democracia es asunto de personas conscientes de que no disponen de todas las respuestas, de que necesitan consultar a los otros sobre sus propias verdades para, con suerte, aproximarse a algo parecido a la libertad y la justicia. Nunca todo está resuelto, nunca se cruza un arco del triunfo final en el devenir humano; el conflicto es inherente a cualquier sociedad plural y solo un loable ejercicio político, dentro y fuera de instituciones y organizaciones, nos permite encararlo desde algún lugar digno. No, la mala política no se resuelve con antipolítica, no se resuelve con simplezas, ni exaltaciones, ni supuestos caudillos redentores (de uniforme militar o traje y corbata) como los que ahora abundan. La mala política se resuelve con buena política y mejor democracia. El admirado Albert Camus solía decir que amaba demasiado a su país como para ser nacionalista; el que esto escribe, humildemente, quiere demasiado al suyo como para ser antipolítico.

Comentarios:
  1. Antonio Mdez dice:

    Vaya truño de artículo. Habría que decirle a este joven aprendiz de periodista que un buen artículo ha de ser breve y conciso. Y sobre todo, original.

  2. Adrián dice:

    Aun no siendo el autor ni tampoco miembro de la redacción del periódico, quisiera agradecerle la molestia de leerlo y de comentar estas tribunas.

    Sin embargo, permítame que le sugiera dos comentarios sobre su comentario (perdone por la redundancia y disculpe si me extiendo, dado su gusto por lo lacónico).

    Por un lado, el hecho de que a usted le parezca un “truño” es totalmente respetable y, nuevamente, agradezco su comentario y honestidad. Pero, por otro lado, lo que sigue después de esa primera observación creo que no es correcto objetivamente. En primer lugar, la asuncion de que por escribir en un periódico se tiene que ser periodista (o peyorativamente como dice usted “aprendíz de periodista”) es absolutamente falsa. Baste observar algún periódico nacional o internacional para darse cuenta (afortunadamente para los periódicos). En segundo lugar, los artículos de opinión en periódicos tienen una extensión heterogénea, de tal suerte que su calidad no depende de su extensión. A usted le pueden gustar los breves pero no por ello todo artículo ha de serlo para ser de calidad.

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