Por Juan Carlos AVILÉS
[Un madrileño en la Corte del Rey Pelayo]
El fríu ye lo que tien. Y cuando los grajos deambulan a pie porque el aliento no les da ni para el vuelo rasante, la peña se refugia en sus casas atizando a diestro y siniestro porque en la calle no hay quien pare y ni siquiera en los chigres queda un alma. La ola de rasca siberiana ha trastocado los hábitos de las buenas gentes, las articulaciones de los artríticos (como un servidor) y hasta los razonables límites de la cordura, si alguna vez la hubo. Así, el nuevo año nos ha traído situaciones tan surrealistas como que el pato Donald (Trump) llegue a ser presidente de la nación más poderosa del mundo apadrinado por el tío Gilito (que Sam ya no está para trotes), o que el controvertido cambio climático inunde de nieve las playas del sur, o que un periódico digital casi clandestino destape el trapicheo entre una murciana de apellido sospechoso, otrora de bastante buen ver, con el entonces Rey de todos los españoles, salvo de algún refunfuñón descreído con escaso sentido del humor. Como si no lo supiéramos nadie. Como si ignoráramos que los Borbones siempre fueron de braga y calzón calientes y que su árbol genealógico no se anda precisamente por las genuinas ramas. Así que uno, agazapado en su refugio invernal, entre tiritona y tiritona y aprovechando las pausas publicitarias de Telecinco (excelsa cadena, a falta de la del váter), no deja de plantearse que esto ya no es lo que era; que el mundo, sin apenas darnos cuenta, ha cambiado el paso y empieza a girar en dirección contraria, con la confusión y el mareo que eso produce. Y es que cuando las bajas temperaturas aprietan cada uno se acurruca donde puede: unos en los pecaminosos brazos del deseo, cueste lo que cueste (para eso corre de nuestra cuenta), y otros, la mayoría de los depauperados ciudadanitos de a pie, bajo las faldas del brasero –que tampoco están nada mal– alimentadas con los fondos reservados del carbón minero que aún quedan en la despensa. Siempre ha habido clases.
Deja un comentario