Cuando yo estudiaba periodismo, allá por los años setenta del siglo pasado, no había aspirante de plumífero que no hubiera leído a Larra. Don Mariano José, a diferencia de otros Marianos, era todo un referente para quienes aún pensábamos que el periodismo era una noble profesión destinada a cambiar el mundo a base de contar las verdades del barquero. Felices e indocumentados, nos entregamos a la causa con inquebrantable fe, tratando de escamotear alguna que otra carga de profundidad que pasara desapercibida a los ojos burócratas y lúgubres de los censores de turno; porque, antes de salir a los quioscos, diarios y revistas habían de pasar la criba del depósito previo (cosas de Fraga). Curiosamente, los supertacañones de entonces prestaban más atención a las chorradas con tufillo de rojeras que a nuestras hábilmente camufladas ‘perlas cultivadas’ destinadas a cuatro espabiladillos que supieran leer entre líneas. No era el caso de los fatídicos ‘señores de negro’, que por fortuna desaparecieron al poco de hacerlo el dictador. Con el correr de los años y el consiguiente amueblamiento de nuestras idealistas e inocentes cabezas de chorlito, nos fuimos dando cuenta de que los censores habían desaparecido, pero la censura no. Que las directrices ya no las dictaban los buitres del Ministerio de Desinformación y Tú Mismo, sino el sacrosanto principio de la idoneidad que obligaba a bailar el agua a todo aquél o aquello que, directa o indirectamente, contribuyera al sostén del medio y de su cuenta de resultados. Total, que o pasabas por el aro o acababas copiando teletipos. De modo que, cuando le pillabas la rutina ya no te hacían falta pautas porque, por arte de birlibirloque o del instinto de conservación, te habías convertido en tu propio censor. ¡Prueba superada! De ahí al ascenso sólo hay un paso. Y con el advenimiento de la madurez profesional y el reconocimiento a tus crecientes méritos como “persona de la casa” se fueron yendo al garete aquellas bonitas soflamas de que la verdad os hará libres. La realidad siempre supera a la ficción.
Escribir en Madrid es llorar. O El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval. O aquél otro, más cercano, Aquí yace media España, murió de la otra media. Son artículos del viejo y romántico maestro de periodistas Mariano José de Larra, ‘Fígaro’, o ‘El pobrecito hablador’, entre otros seudónimos. Verdades como puños que aún siguen y seguirán vigentes como en el siglo XIX, lo cual no dice mucho en favor de nuestra evolución. Se pegó un tiro con 27 años porque su platónica amante, Dolores Armijo, no le hacía ni puto caso. Tal vez hubo más, pero eso quedaría en el oscuro cajón de algún redactorucho jefe de visera y manguitos. D.E.P.
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