Una quirosana en el Kilimanjaro: «Estoy aquí porque vengo de allí»

Cristina Rodríguez Fernández, en el Kilimanjaro

Por Cristina RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ

Y, ¿por qué subimos montañas? ¿qué puede ser tan atractivo para que alguien decida ponerse en manos del destino, del frío extremo y del esfuerzo máximo para exponer su cuerpo a lo que algunos alpinistas llaman’ empezar a morir’? Quizás después de cada experiencia montañera tengas una respuesta, o no, pero lo que sí puedo hoy contaros es lo que sentí yo.
Cuando superas la barrera de los 4.500 m de altitud con un frío de 20º bajo cero sientes cómo afecta a los dedos de manos y pies, bueno, directamente empiezas a no sentirlos; el corazón se ralentiza y acelera en cuestión de minutos, el aire entra denso, el cerebro juega contigo enviándote preguntas del tipo «¿qué haces aquí, no estabas mejor tumbada en la playa? ¡No vas a poder, mira que no has entrenado lo suficiente! ¿Cómo se te ocurre subir una montaña de casi 6.000 m?»… Y, sí, así es, este periplo veraniego consistía en subir el monte Kilimanjaro, un volcán situado en Tanzania, uno de los países más recónditos de África. Desde España se puede tardar 1 día en llegar en avión, como así fue para mí, y otro en volver. Con lo que ya, desde que sales de casa y cargas la mochila al hombro para ir al aeropuerto, te
empiezas a dar cuenta dónde te has metido. Para llegar al Uhuru Peak, nombre de la cima del Kilimanjaro en su idioma, hacen falta 4 ó 5 días de travesía a pie y 1 día más para coronar la cima. El paisaje es sublime, ves cómo va cambiando, desde los increíbles bosques verdes de árboles frondosos, hasta los caminos de tierra, polvo y piedras grises que te indican que estás cerca, pero te falta lo mejor.
Las condiciones de habitabilidad en los campamentos son básicas, nada de duchas, ni agua corriente, sobre los baños no voy a hablar, mejor que lo viváis algún día en directo.
El día de cima es mágico, desde las 12:00 h de la noche en que te plantas el frontal ya sabes que te quedan unas cuantas horas por delante, que al amanecer, estarás allí arriba, en el pico más alto de un continente. La energía empieza a fluir a borbotones por tus poros desde no sabes ni dónde, pero tu cabeza sabe que tiene que economizar, que no puedes emocionarte aún. Una subida dura, con 1.800 m de desnivel acumulado en muy pocos kilómetros se planta delante de ti. Se forma la fila del grupo, y, decides en qué lugar te sitúas para poder seguir el ritmo. Empieza la caminata a buen ritmo, también los primeros apuros y las primeras bajas, hay gente que se da la vuelta y decide que ese no es aún su momento, no puedes dejarte llevar por los demás, sabes que debes agarrarte fuerte a tus valores de lucha. Seguimos caminando, las imágenes de compañeros vomitando y viniéndose abajo continúan, pero nuestro grupo avanza firme y sin dudas, a buen ritmo. Dentro de mí empiezan las sensaciones de todo tipo, desde miedo, frío, fuerza, valentía, dolor de dedos, aún así, eso no es lo importante, lo importante es continuar. Antes del amanecer, el momento crucial y más complicado de toda ascensión, me invadió una fuerte sensación de agradecimiento a mi tierra natal, mi querido Quirós, agradecimiento infinito y emoción a flor de piel, que hacia brotar lágrimas de mis ojos como si no hubiera un mañana, “estoy aquí porque vengo de allí”, empezaba a pensar con fuerza, y esa fuerza y esa emoción me aportaron la valentía para seguir hacia arriba, limpiándome las lágrimas con la manga de la chaqueta y sintiendo que estaba un poco allí, pensando que yo no sería la misma persona si no hubiera nacido y vivido entre aquellas maravillosas montañas, esos bosques verdes de Güeria aparecían en imágenes tan reales como si los estuviera viendo en ese momento, todas las subidas a pie al Pico de Alba en la adolescencia, el río caudaloso a su paso por el Pozo las Cruces donde nos bañábamos cuando niños, las praderas salvajes de Canchongo y sus lagos, como una película se sucedían los fotogramas de todos los maravillosos años que viví como una niña de pueblo, sin cines, sin centros comerciales y sin consolas último modelo, pero portadores de las semillas de una naturaleza infinita que te acompañan el resto de la vida y que crecen sin cesar y allí donde vas, van contigo. La emoción fue máxima cuando llegué a la cima, lo conseguí, pensaba, no podía creer estar en África y tan cerca de Quirós al mismo tiempo, así que de alguna manera supe porqué subía montañas.

Cristina Rodríguez Fernández (Bárzana, 1977), es licenciada en Pedagogía, montañera y residente en Barcelona, donde dirige la academia Gracia.

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