Algunos de los que nos entretuvimos con las correrías del Pato Donald y hoy nos contrarían las andanzas de Donald Trump, podemos llegar a cometer el error de simplificar en una caricatura cuestiones de calado mucho más hondo. Lo que en la infancia fuera el divertimento de un pato nada tiene que ver, en la actualidad, con los sinsabores de un presidente con el mismo nombre. El iceberg del que asoma un grotesco tupé de hielo esconde bajo su testa, recocida durante 4 años de solarium en la Casa Blanca, un enorme témpano que se desplaza oculto, hundido en las aguas de la América profunda. Que el más alto mandatario de la, supuesta, nación más poderosa se aproveche del cargo para su propio beneficio, sería motivo harto suficiente para renegar de su conducta y hacernos creer que lo que viene a continuación fortalecerá el estatus democrático del que tanto presumen los bufones de la curia yanqui desde que el padre de la patria, George Washington, fuese elegido primer presidente. Mucho me temo que, fuera de dulcificar algunos protocolos y dar una capa de barniz a los derechos humanos y las relaciones internacionales, la castración política a la que está sujeta esta, mal llamada, primera democracia del mundo, no va a dejar que nada sustancial cambie en la estructura económico-social de los Estados Unidos. Que las acusaciones de: pagos secretos con fondos públicos, para comprar el silencio de sus concubinas; de fraude fiscal e inmobiliario; conducta sexual inapropiada, por varias mujeres cuyas acusaciones abarcan décadas; difamación; obstrucción a la justicia; o la reciente incitación a la insurrección, por el asalto al parlamento, puedan dar con los huesos del vaquero Trump en los calabozos, son sólo breves escenas del western que protagoniza, «La gran coalición», y que tiene una trama más elaborada, que se fundamenta en el descontento de millones de ciudadanos constreñidos dentro de vastos estados rectangulares, en efecto perjudicados por la crisis, a los que se suma el interés de grandes compañías descontentas, porque la crisis no les permite alcanzar los ingentes beneficios que genera el consumo descontrolado y el uso de combustibles fósiles como fuente de energía. Según palabras de un especialista en el holocausto, el profesor Christopher Browning, «los que nombraron y apoyaron a Hitler, como los que apoyan a Trump, no supusieron su peligro». Al principio se deleitaron con sus políticas, y sobre todo con sus beneficios, «pensando que al final podrían controlarlo». Craso error; Trump ha demostrado que se puede llegar al poder a través de las urnas, y después alterar el Estado desde sus estructuras internas: lavándole la cara al racismo, normalizando la discriminación sexual, institucionalizando el más absoluto desprecio por la izquierda, y dinamitando la defensa del medio ambiente y los derechos humanos. Mussolini dijo que el fascismo no fue un hijo de una doctrina desarrollada de antemano sino que nació de la necesidad de actuar. Sin embargo, Hitler parece que sí encontró esa doctrina, y parece que Trump también la secunda. Habría que profundizar en los postulados de Carl Schmitt, un jurista-filósofo antiliberal que perteneció al partido Nazi y que se definió a sí mismo como «un cuervo blanco que no falta en ninguna lista negra». Schmitt planteaba cuestiones como que «los partidos en pugna unos con otros parcelan la unidad política del pueblo alemán» algo que creo hoy nos resulta familiar; aunque hoy también parece que Schmitt ha dejado de ser perseguido y su obra se estudia en muchas universidades. Una de las claves que propugnaba era que todo lo que es político se funda en la distinción entre amigo y enemigo, ¿y de aquí que deducimos?, ¿los puros contra los enemigos? ¿Hasta dónde se puede extrapolar a Europa y España? ¿Cuánto hay de verdad en todo ésto? Por supuesto que no lo sé cuantificar, y no me parece que la búsqueda de la verdad sea de mi incumbencia, eso parece más propio de filósofos y matemáticos. A mí, como ciudadano corriente, creo que me incumbe más buscar la mentira, para combatirla, claro está, porque destruye la confianza que tenemos en la palabra, principal herramienta que usamos para relacionarnos. Y el pato Trump, al menos como paladín salvador norteamericano, me parece una gran mentira; cuestión perfectamente extrapolable al entorno político que nos rodea.
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