Agosto atómico

Por Plácido RODRÍGUEZ

Al ver la ascensión turbulenta hacia el cielo de aquella gigantesca masa gris con el corazón rojo que dejaba en su base incendios extendiéndose por todas partes, el capitán Robert Lewis, exclamó: «Dios mío, ¿qué hemos hecho?». Aquella mañana del 6 de agosto de 1945 el copiloto del bombardero Enola Gay debió de estremecerse al comprobar con sus ojos que la llegada del fin del mundo ya no dependía de los designios divinos, sino de la torpeza de los hombres asentados en un planeta que, por primera vez, tenían la facultad de destruir con sus propios medios. Poco después del bombardeo de Hiroshima, el presidente Truman anunció, a modo de Ángel Exterminador: «Si no aceptan nuestros términos, pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire, algo nunca visto sobre esta tierra». En efecto, Hiroshima fue el germen de un temor globalizado que genera la competencia directa del Hombre con el Dios, merced a su, también, facultad creadora para diseñar mecanismos capaces de autoexterminarse, mecanismos que tuvieron la oportunidad de volver a ser testados 3 días después en la ciudad de Nagasaki. Pasadas más de siete décadas aún permanece el debate sobre la necesidad de haber empleado la energía nuclear para la destrucción masiva de dos ciudades japonesas. El objetivo era poner fin a una guerra que, aunque de forma más lenta, supuestamente hubiese seguido engrosando el número de muertos por ambos bandos. Y siempre quedará la duda de cómo hubiese evolucionado el orden mundial si fuese el otro bando, japoneses o alemanes, seguidores de un Emperador o un Fürher, los que hubiesen alcanzado primero ese poder destructivo. Paul Valéry definió la guerra como «la masacre entre personas que no se conocen, provocada por los intereses de personas que sí se conocen pero no se masacran». Lo que ocurre es que, en este caso, en esta guerra, Dios debió de despertarse asustado al ver cómo algunas de esas personas, que sí se conocían, algunos de esos seres que había creado a su imagen y semejanza, tenían en sus manos armas tan poderosas como para destruir la mayor parte del trabajo que él había realizado durante 6 días. En España también tuvimos nuestro particular bombardeo atómico cuando, por accidente aéreo, en Palomares cayeron 4 bombas, por suerte para los almerienses, sin armar. En un principio sólo se encontraron 3 y transcurrieron 80 días buscando la cuarta con submarinos, helicópteros y vehículos especiales provistos de sensores radioactivos. Hasta que la tecnología yanqui se rindió al conocimiento popular y siguieron las recomendaciones de un pescador que faenaba en la zona del accidente. La bomba, 16 veces más potente que la de Hirosima, no explosionó, pero, si no llega a girar bruscamente su embarcación, le cae, literalmente, a al pescador en la cabeza. Sí, en España también tenemos nuestro héroe atómico. Y no fue Manuel Fraga, ministro de Franco, en aquel chapuzón histórico en el que se puso a retozar en aguas de la playa de Palomares. Ataviado con un traje de baño bombacho que parecía hacer las veces de flotador, intentaba disimular con su especial caracterización de Johnny Weissmüller a la gallega, la gran fuga de plutonio que se produjo con la caída de la bomba. Sin embargo, nuestro héroe pescador se llamaba Francisco Simó, más conocido, a tenor de lo que sucedió, con el sencillo y poco celestial apodo de Paco el de la Bomba.

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