La escuela de aprendices, pionera en el mundo

Trubia logró, gracias a su centro de formación, estar a la vanguardia de la Asturias pobre y gris del siglo XIX

Escultura de los aprendices de Trubia

Por Roberto SUÁREZ

De todo cuanto supuso para el devenir de esta villa la fábrica de Trubia y el trabajo realizado desde 1794, la obra cumbre de esta empresa, y que por sí sola merece una reseña aparte es, sin duda alguna, la creación de la Escuela de Formación Profesional Obrera, la primera del mundo. Era el germen del que luego se alimentaría la futura Formación Profesional, y fue creada aquí, en Trubia.

Francisco Antonio de Elorza y Aguirre que había llegado a Trubia en 1844, dejando sus trabajos en empresas privadas del mediodía español y habiendo sido reclamado por el ejército, no sólo redactó una memoria sobre las posibilidades de restablecer la fábrica de Trubia, sino que además se puso al frente de la misma aún a pesar de provocar lesiones a su pecunio.

Para nuestro pueblo fue algo decisivo que cambiaría los destinos de sus habitantes y que, incluso a día de hoy, no sabemos valorar suficientemente. Este hombre, un «adventurer», fue capaz de implantar una fábrica allí donde se carecía de todo por haber sido arrasada por los franceses y casi abandonada.

Es obligado reconocer que su trabajo fue ímprobo ya que con lo poco que había levantó una nueva empresa que nada tenía que ver con la anterior, que además había sido arrasada durante la guerra de la Independencia. En una localidad donde la tradición del hierro era desconocida, donde nada se sabía de la siderurgia o de la metalurgia, había que educar en este arte desconocido a los lugareños.

Mismo problema

Sabía muy bien lo que había que hacer por sus experiencias anteriores en Málaga, Marbella, y Sevilla, donde ya se había enfrentado al mismo problema y había tenido que recurrir a expertos extranjeros para ponerlos al frente de las principales áreas de trabajo.

En Trubia, mejoró la fórmula para conseguir lo que tenía en mente, quería formar «un plantel de maquinistas, fundidores, forjadores, ajustadores y operarios de todo género de que antes carecía». En un principio, para colaborar en los primeros trabajos de la fábrica y adiestrarlos en las labores industriales seleccionó, a mediados de 1845, entre otros, a tres o cuatro muchachos con trece años cumplidos, colocándolos en los trabajos de la fábrica con un real de jornal y prometiéndoles que en cuanto llegaran los maestros extranjeros los colocaría como aprendices de aquellos. Sin locales apenas, los primeros profesores eran oficiales de artillería como Bernardo Echaluce y Doroteo de Ulloa. El siete de enero de 1850, construidos los talleres y locales de la factoría, tuvo lugar la inauguración oficial de la Escuela. Quedaba instalada «en esta fábrica para los oficiales y aprendices de sus talleres una escuela o academia gratuita a la que con igual condición podrá también asistir cualquiera otra persona que desee aprender las materias que deben enseñarse, siendo de éstas los elementos más sencillos de la aritmética en cuanto hace relación a las artes y oficios, y el dibujo geométrico aplicado particularmente a la delineación de máquinas y artefactos». Siendo la hora destinada a «tan útil ocupación la primera de la noche inmediatamente después de terminados los trabajos de los talleres», concretamente el horario sería: la noche de los seis meses cortos y además los domingos de diez a doce de la mañana. Seleccionó poco a poco una serie de maestros extranjeros, a los que contrató con excelentes condiciones (dándoles casa, luz, muebles, médico y medicinas), pero exigiéndoles a cambio que enseñasen sus conocimientos a los aprendices que pondrían bajo sus órdenes.

Contratos

Estos contratos se hicieron o bien en el lugar de origen de los expertos o cuando llegaran a Trubia. Inicialmente eran leídos y aprobados por la Junta Económica y Facultativa de la fábrica de Trubia y, posteriormente ratificados por la dirección general de artillería. Algunos de los primeros maestros extranjeros que contrató fueron: Pedro J. Gosset como maestro grabador, a Francisco Bertrand y Hatot en calidad de maestro de acero y los maestros fundidores José y Julio Puyh entre otros muchos.

No obstante, nuestro «adventurer», era consciente que los importantes gastos que representaban los contratos de expertos extranjeros deberían ser con carácter temporal y en tanto en cuanto se formasen los lugareños: «yo no quiero obreros solamente para Trubia, que lo mismo que ahora vienen aquí maestros extranjeros sean los de aquí quienes los reemplacen en todas las dependencias del Cuerpo, y en cuanto yo tenga obreros que desempeñen funciones de maestros, mandaré los extranjeros a sus países tan pronto terminen sus contratos». Más aun, aspiraba a que con el tiempo pudiesen «sustituir una práctica determinada, una educación artística más amplia, concurriendo así en común con tales precedentes al desarrollo positivo y perfección mayor de la industria del país, y reportando en particular los incalculables beneficios que les proporciona una instrucción teórica de tanto valor para los adelantos en cualquier arte y consiguiente ventaja de cada individuo en su respectiva profesión». Según tenemos documentado su mayor valedor en esta selección fue Mr. Christian-Louis-Damien Frédérix, a la sazón director de la Fonderie Royale des Cannons de Lieja. Bajo esta fórmula se creó, durante décadas, un plantel de obreros que siempre han sido conocidos y reconocidos en toda Europa.

Siempre tengo en mente las palabras de mi padre cuando decidió abandonar la fábrica de Trubia por puras razones salariales y se presentó a las pruebas requeridas, por aquel entonces, por Ensidesa. Al llegar al taller, le pidieron limar una pieza ajustada a unas determinadas dimensiones y, en el mismo instante en que tomó la lima en sus manos le dijeron. ¿Pero chaval, tú de dónde vienes? Su contestación fue clara: de la fábrica de Trubia, ¡fui aprendiz! En ese momento le impidieron continuar con la prueba y la respuesta fue tajante: ¡venga, pa dentro! No fue necesaria más prueba o examen que verle el manejo de la lima.

Esta anécdota, no es la única, pero es muy ilustrativa. Pero además de perseguir la excelencia en las enseñanzas técnicas no se abandonaba ninguna disciplina, lo que hacía de esta escuela un ejemplo a seguir durante generaciones futuras. La formación implicaba la adquisición de unas normas, valores y un código ético y moral, es decir, una actitud en la vida. Mario Gómez, médico ilustre e hijo predilecto de esta villa escribe: «(…) saben presentarse en sociedad con la mayor corrección y delicada elegancia (…)» o cuando dice: «otra vez voy a poner a Trubia por modelo (…). Yo te aseguro que, durante tres años, en una sociedad filarmónica que allí formamos, no hubo ni una sola disputa, ni una mirada de ira, ni un reproche de desafecto». Esto puede servir para hacernos una idea de lo que se consiguió, en todos los ámbitos y no sólo en el profesional. Trubia logró, por medio de su Escuela, estar a la vanguardia de la Asturias pobre y gris de aquella época. Una vez más la educación como motor de desarrollo.

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