La salvación nos llega por el culo

Plácido Rodríguez

Mucho se viene especulando a lo largo de la historia entre filósofos, científicos y charlatanes sobre el origen y lugar del cuerpo donde se alberga el alma.

En tiempos de Aristóteles el órgano que tenía más aceptación popular como lugar de morada parece ser que era el estómago, cuestión medianamente lógica, al menos por esa parte del alma que, en el apetito de adquirir conocimientos, mantenía cierta vinculación con la víscera que más acusaba el hambre miserable, tan común en aquella época.

Siglos después Galeno, basándose en sus conocimientos médicos, y tal vez por esa metáfora anatómica en la que el motor del cuerpo se encarga de regar el huerto donde crece el pensamiento, se posicionó a favor del corazón y la cabeza. Recientemente programas televisivos como ‘Sálvame deluxe’ parecen dar a entender que el alma está dentro de la boca, en forma de lengua viperina.

Con independencia de lo que para cada quien signifique o le aporte su alma y la de los demás, de las creencias religiosas, del método científico, de la deducción lógica o de lo que un homo sapiens pueda elucubrar en función de su bondad intrínseca, interés espurio o alucinación cósmica, no fue hasta pasado un tiempo, después de que se inventó el papel higiénico, que por fin lo descubrimos: ¡El alma se halla en el culo!

La clave de esta escatológica averiguación nos la proporcionó uno de los organismos vivos más pequeños del planeta, un virus mutante de nomenclatura extraterrestre, Covid-19, capaz de vaciar todo el género limpia culos que en condiciones normales ocuparía las estanterías de tiendas y supermercados de toda la Vía Láctea.

Y es que la angustia que generó un microorganismo impenitente y asesino nos hizo reflexionar sobre la importancia de dejar esta vida con el alma limpia. El sobresalto de muerte prematura se extendió por todos los rincones del mundo civilizado y dio paso a la incertidumbre de una transición sucia y hedionda al más allá.

Al igual que los vikingos sentían la necesidad de morirse empuñando un arma en la batalla para así poder entrar en el Valhalla, sólo hizo falta un confinamiento masivo que nos permitiese reconocer que la necesidad actual pasa por tener el suficiente papel higiénico al alcance de la mano en caso de entrar en confrontación mortal con el virus; de tal manera que no se nos pueda recriminar, allí donde quiera que la otra vida continúe, hacerlo con el culo sucio.

A partir de esa revelación pandémica, parece claro que cada vez que veamos amenazado nuestro honor post mortem por los restos de heces apelmazadas fuera de la intimidad que les proporciona el esfínter, vamos a repetir el mismo modus operandi. A día de hoy encontramos varios ejemplos de este novedoso comportamiento. Un ejemplo de las causas que redundan en el acopio convulsivo de papel higiénico es el temor que genera una guerra -además de cruenta, cercana-que, a diferencia de otras guerras, me atrevo a pensar es televisada las 24 horas más por intereses económicos que por pura motivación humanitaria. Otro ejemplo es que el que se produce -depende de cómo se analicen las reivindicaciones del sector del transporte- con una huelga legítima, paro patronal o maniobra de acoso y derribo contra el gobierno de España.

Aunque el papel higiénico ya se inventó hace miles de años -los romanos utilizaban una esponja atada a un palo, humedecida con agua salada- no fue hasta finales del siglo XIX cuando comenzó a comercializarse en EEUU en forma de rollo. Época que se corresponde con la del desarrollo de la novela de Camilo José Cela, ‘La familia de Pascual Duarte’, que comienza haciendo alusión a la muerte indigna que produce un pedazo de mierda: «Don Romualdo murió de un incordio anal que, según la ciencia, quizás hubiera podido desprendérsele con jabón». No sabemos si Don Romualdo logró poner a salvo su alma, aunque tal vez, si hubiera tenido a disposición el suficiente papel higiénico, se hubiera muerto de cualquier otra cosa.

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