Publicado el: 14 Jun 2022

Idiotas

Juan Carlos Avilés

Según la religión de andar por casa con la que nos adoctrinaron de guajes de cara al bien morir, a la hora de dejar este perro mundo había tres destinos posibles: los buenos iban al cielo, los malos al infierno y los regulares al purgatorio, una especie de área de reciclaje transitoria donde, si te lo montabas bien y hacías buenos contactos, tras el juicio final podrías alcanzar las mieles del Edén. Y, si no, a cocerte para siempre en las calderas de Pedro Botero, por chungo e indocumentado. Pero en ninguna de las diversas historias sagradas dice nada de los idiotas, y a mí eso me trae de cabeza. ¿A dónde van a parar los idiotas? ¿Qué alojamiento les aguarda una vez traspasadas las crudas postrimerías de la vida? Nada, silencio administrativo, como si no existieran. ¿Es posible que, aun tratándose de la clase predominante, —y, si me apuráis, hasta dominante— se les ignore de semejante manera? ¿Tan difíciles son de clasificar? ¿Acaso se nos escapen entre los dedos del raciocinio más elemental? Pues debe de ser que sí.

El idiota es una categoría muy especial. No es un lerdo, ni un bobo, ni un babayu, ni un memo, ni un soplagaitas, ni un tarugo, ni un pagafantas, no. Es, sencilla y llanamente, idiota. Y os puedo garantizar que somos legión (y digo ‘somos’ porque la humildad es un buen pasaporte para la Gloria, que uno ya va aprendiendo). El idiota no nace, se hace. Es como un producto de laboratorio que, accidentalmente o no, aparece en el mundo como puesto por el Ayuntamiento, igual que los bancos (de sentarse, claro). Y sobre él descansa buena parte del devenir histórico, político y social de todos los tiempos. Son idiotas, pero no lo saben, con lo cual el triunfo y la credibilidad están garantizados por aclamación de la legión de idiotas, como digo. Los otros, mucho más listos y sagaces, son los acomodadores, los que te colocan en tu asiento. Y esos son bastantes menos, pero escogidos. Y hasta seguro que van al cielo.

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