Madrid me mata

[Nos tocó la china]
Por Juan Carlos AVILÉS

Cada día me alegro más de haber huido de Madrid, y de ser una hormiguita encaramada a una brizna de hierba en lugar de corretear, por poco tiempo, bajo las fauces de un insaciable monstruo de hormigón, y además con halitosis. Las grandes ciudades matan. Y matan mucho más cuando además se convierten en lugar de encuentro de un siniestro mercado de la muerte, como la cumbre de la OTAN. Una francachela de mandamases venidos de un puñado de países con la sublime misión de ponerle puertas al campo a base de mucha pasta para gastar en entierros. Y todos capitaneados por el cherif del condado, que en lugar de llegar en un brioso corcel (mucho más ecológico y peliculero) lo hace en un sofisticado carro de combate, tuneado de limousine de a sesenta litros los cien. Mientras, sus santas y lustrosas mujeres-florero pasean el palmito por la cosa benéfico-social con la anfitriona asturiana, que matar, de todos es bien sabido, ye cosa de hombres. Eso sí, luego se juntaron todos y todas para profanar sin miramientos esa catedral del arte que es el Museo del Prado a base de fritanga con pedigrí. ¡Menudo despropósito! ¡Menuda pantomima! ¡Menudo peligro!

Pero si algo bueno hay que reconocerle a Madrid, a pesar de sus nefastos gobernantes, es ser una ciudad de contrastes, y apenas horas más tarde se iba a convertir, como otras tantas urbes, en todo lo contrario: la fiesta de la vida, la diversidad y la tolerancia. De las sórdidas imágenes en blanco y negro con olor a pólvora que carga el diablo, a la exaltación de los colores como reivindicación –ojalá no tuviera que ser así—de que la mejor forma de ser iguales es admitir que somos diferentes, con toda su gama de matices y de tesituras, de disparidades y de formas. Bajo una única bandera, la del arco iris que nos corona a todos, que es la suma de todas las banderas. Y con la que no haría falta montar un circo decadente, patético e insustancial, simple y llanamente para ver quién la tiene más grande.

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