Publicado el: 28 Oct 2022

Mondo cane

Juan Carlos Avilés

“A ver, Felipe, qué te pasa, que te veo cabizbajo”. “Es que me he cabreado con Dani, y me deja poso”. Felipe Alonso era un compañero de Facultad, además de amigo. Y el bueno de Dani, un perro Boxer, de esos que tienen los morros como si se hubieran estampado contra la puerta del garaje. Felipe discutía con Dani, le contaba sus cuitas y hasta creo que trató de jugar con él alguna partida de ajedrez, a las que mi compi era aficionado. Se mosqueaba cuando le hacía un jaque pastor y al pobre can, como si se la pelase. “A ver si estás en lo que estás”, le decía, “que así no vas a aprender nunca”. Y Dani le miraba con las orejas gachas mientras exhalaba uno de esos gemidos para sus adentros que te dejan hecho polvo.
Felipe acabó la carrera y se colocó en la agencia EFE, donde supongo que se jubilaría porque esos contratos suelen ser eternos. Y Dani, con eso de multiplicar por siete, llevará décadas viendo crecer las berzas desde abajo. ¡Perra vida!
Cuando veo la creciente proliferación de mascotas, especialmente las perrunas —nadie saca al gato de paseo, y menos a una boa constrictor— me da por pensar qué tendrá que ver todo eso con la tremenda y compleja gestión de los afectos. ¿Hablamos con ellas y las colmamos de atenciones porque no rechistan, ni nos llevan la contraria, ni nos ponen en el límite? ¿Es más llevadera su convivencia que con un señor o señora de Albacete? ¿Mascota en lugar de, o además de? Ahí lo dejo.
Confieso que a mí los perrinos me caen bien. Incluso a veces me los imagino en el Congreso de los Diputados debatiendo sobre el estado de la Nación mientras sus señorías merodean por el Salón de los Pasos Perdidos lamiendo un hueso o las heridas de las virulentas refriegas.

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