Juan Carlos Avilés

[Pues vaya plan]

Hay emociones, situaciones y estados del alma (con sus 21 gramos de peso, nada menos) que ni los algoritmos ni la inteligencia artificial pueden resolver. Y menos mal. Nos deshacemos si un bebé nos brinda una sonrisa, y un cosquilleo incontrolable invade nuestras vísceras mientras, con cara de gilipollas y voz de tonto del haba, repetimos el socorrido “ajito”, “ajito”; se nos desgarra el corazón si, tras una contundente regañina que no acaba de entender, nuestra mascota nos mira con expresión de cordero degollao hasta que recapitulamos con un reconciliable arrumaco. Y nos venimos abajo, mientras él o ella nos mira con ojillos acristalados y chiribitosos prodigándonos una sonrisa cómplice o una oportuna caricia. Niños, mascotas, enamorados, o cualquier otro trance capaz de desatar en nosotros esa reacción química y milagrosa que nos devuelve a lo mejor y más noble de nuestra triste condición. Y se llama, simple y llanamente, ternura.

¿Qué extraño mecanismo de estúpida defensa nos fuerza a constreñir nuestro corazón hasta convertirlo en un simple músculo tartamudo? ¿Qué nos está pasando cuando preferimos embutirnos en nuestra oxidada coraza antes que mostrarnos sensibles y vulnerables? ¿Qué clase de miedos nos atenazan? Benditos los niños, los bichinos y los babeantes enamorados, capaces de desnudar nuestro talón de Aquiles sin temor a que lo atraviese una flecha perdida o traidora. Benditos ellos, y pobres de nosotros, adultos adiestrados para el fragor de la batalla, para no rebasar los límites de las trincheras que nos protegen del fuego enemigo. Lástima que nadie nos haya enseñado que la supervivencia a veces consiste en bajar la guardia, en dejarnos caer en manos del otro sin temer que nos aniquile despiadadamente, y que la desprotección también genera confianza y cercanía. ¿Qué fue de las banderas blancas, de los mensajes en las botellas, de las manos tendidas, de las tablas de salvación? Reivindiquemos y ejerzamos, pues, la ternura, la maravillosa y reconfortante ternura. Y dejémonos de hostias.

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