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Un beso en el Cubia

Plácido Rodríguez

[La Mosconera]

Sucedió recién entrada la noche a orillas del río Tigris. Dos jóvenes sumerios, Nidama y Nabu, sintieron la atracción que ofrece la piel desnuda, el deseo de tocarse y la culminación del que pudo ser el primer beso de la historia. Desde entonces los besos forman parte de ritos y enamoramientos, de hechizos y seducciones, de muchos protocolos e innumerables brotes de pasión carnal. Existe un amplio espectro entre un beso materno y el de la más picante lascivia, un abanico de labios que se tocan, vulnerando la distancia que nos delimita como individuos.

Supongo que la sensación que experimentaron aquellos jóvenes hace 4.500 años en la antigua Mesopotamia se perpetuó como una herencia intangible a la espera de materializarse entre dos cuerpos, a modo de regalo atávico fogoso y dulce. Hay quien afirma que los besos generan hormonas propicias al buen humor, que nos ayudan en la depresión y hasta que disminuyen los niveles de colesterol. En ese sentido se me ocurre un eslogan, “más besos y menos pastillas”; espero que no me denuncie por ello ninguna empresa farmacéutica. Pero hay besos que también alimentan el lado oscuro en la voluntad de algunos Homo sapiens.

La literatura y el cine dan claros ejemplos sobre la polaridad del beso. En contraste a los que, tras la ficción de una película, emulan sinceridad, como el que transcurre bajo la lluvia en “Desayuno con diamantes” o en la proa de un barco en “Titanic”, encontramos otros que encubren la deslealtad, como en “El padrino II”; aunque el listado de besos traicioneros lo encabeza el de Judas Iscariote a Jesucristo, al que vendió por 30 monedas de plata.

Ahora nos queda por saber si el beso de Rubiales a Jenni Hermoso pasará a la historia. De momento ya ha dado la vuelta al mundo, enseñando las vergüenzas de un deporte anclado en el machismo. Y entre tanto continúa una controversia que oscila entre la franqueza y el sentir mercenario, entre el repudio y el aplauso.

Y me viene a la cabeza el pasaje final de La Regenta, donde el acólito Celedonio besa de forma miserable a Ana Ozores mientras ésta sufre un desmayo. Al recobrar la consciencia “había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo”. Y para contrarrestar la náusea, remito al lector al obsequio del primer beso que, en mi caso, recuerdo fue a orillas del Cubia.

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