Luis G. Donate
Muy buenas, queridos visitantes de este rincón bajo una buena sombra. Espero que estas líneas os encuentren en el mejor de los estados ya que, dicha afirmación, además de venir motivada por el sincero aprecio que profeso a todos y cada uno de vosotros, tiene también que ver con la índole del asunto que nos ocupa. El tema de hoy tiene miga, y no de cualquier tipo, sino de la que se hace con masa madre.
Dejado atrás ese preámbulo lleno de retruécanos que siempre me gusta añadir, metámonos en faena. Hoy vengo a hablaros de caminos. No os llaméis a engaño, las carreteras nada tienen que hacer aquí. Nos referimos por tanto, a otro tipo de sendas, aquellas que se recorrían en tiempos antiguos cuando el asfalto era poco más que un sueño para los pueblos y las cuales, hoy en día, son transitadas más por corzos y osos que por personas. Me refiero, como algunos ya habrán intuido, a lo que por estos lares se llaman caleyas. Caminos, normalmente de la anchura de un carro del país, de los que antiguamente las gentes se servían para llevar a cabo sus quehaceres. A día de hoy, muchos de ellos están olvidados, cegados por árboles caídos o llenos de agua por alguna fuente que se desborda periódicamente por falta de uso. Quisiera, antes de terminar, pedir a quien corresponda oírlo, que cuando todo lo demás esté debidamente atendido, torne su atención a estos humildes pero necesarios caminos. Los pueblos han vuelto a llenarse y quizá con el tiempo, esta nueva generación disfrute paseando por ellos. Sería una bonita imagen del futuro.
Dicho eso, doy fin por este mes a vuestro rato de lectura. Espero que lo hayáis encontrado agradable y con suerte, también instructivo. Si es así, me consideraré el más honrado de los autores. Quedo a vuestro servicio hasta la próxima.
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