¡Cuánto cabe en un frixuelo!

Plácido Rodríguez

Sin duda las madres intuyen la tristeza de sus hijos. No hace falta hablar con ellas, basta un gesto, una mirada o la clarividencia con la que entienden los silencios.

Las madres interiorizan esa tristeza y tratan de darle curso con algún pequeño detalle que te levante el ánimo. Te sorprenden con una sonrisa inesperada, con algún comentario que te descoloca la pena o te ofrecen un táper con carne guisada. La mía me hace frixuelos.

¡Y cuánto cabe en frixuelo! Además de aceite, leche, huevo, harina y azúcar cabe mucho más, todo lo que sea capaz de dar el cocinero o la cocinera, porque en el acto de dar siempre queda mucho espacio libre.

Cabe la mesura de las manos que baten la masa al compás del corazón. Cabe el regalo de la tierra en forma de espiga, ensalzada en harina con la brujería de los molinos; cabe la solidaridad de las ubres que ofrecen parte del alimento de sus crías; la abnegación  de las olivas; el suicidio de la caña de azúcar; el amor de las gallinas, aunque les salga por el culo en forma de huevo.

El frixuelo, cuando se prepara sincero, se olvida de la escatología y fríe inmaculado, sin miedo al fuego, y se relaja en la sartén, drogado por el calor, y un poco de anís dulce si se tiene a mano. En un frixuelo caben tantas cosas… ¡Cómo no va a caber el amor de una madre!

Porque el amor es instinto, aunque el desamor, que se segrega muchas veces con la inconclusa relación de pareja, pueda convertir el instinto en odio; pero eso no son más que sentidos opuestos que recorren el camino dentro de la misma dirección. Tal vez por eso hay gente que nace con amor y muere con odio, porque se pierde en el camino y cambia de sentido; algo que saben bien las madres, que observan desde cualquier rincón el origen y la metamorfosis de los hijos.

Sin duda las madres son lo mejor que tenemos como hijos, y eso lo sabemos por el amor incondicional que nos dan toda la vida.

Como escribo esto en fase de merecida tribulación, sólo en parte compensada con un poco de alegría después de comer el delicioso manjar que da título a este artículo, sólo me resta concluir: Gracias, Mamá, por los frixuelos.

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