Hace unos años una amiga me llamó para que la acompañara al bosque Muniellos. Era a principios de septiembre y yo le sugerí que esperara a finales de octubre, en pleno otoño. Y así lo hizo, no por capricho, sino porque en el otoño, el bosque, se viste de oro, desde el abedul a los robles, pasando por las hayas una gama inmensa de dorados de distintos quilates, dando al paisaje de Asturias un tono de tal sutileza que inunda y deslumbra nuestras pupilas.
Siempre se ha dicho que el bosque es el pulmón de la tierra y, sin duda es así, menos cuando el abandono, o una mala gestión de su administración con la disculpa de la defensa de la naturaleza, ecologistas de café y autoridades de “despacho”, dictan normas de espaldas a la sabiduría popular, de los que, durante siglos, han sido guardianes del mundo rural porque vivían de él y facilitaban alimentos a los núcleos urbanos. Pero hoy no se les permiten aprovechar ni una rama, ni una piña quedando todo en la espesura de una naturaleza abandonada, presta a los voraces incendios, en cuanto los árboles se vacíen de su savia y entren en la época del reposo.
No hace muchos meses, en un bar de Vallado, subiendo hacia el puerto de Leitariegos, pude ver unas fotos de los hermosos urogallos que poblaban los frondosos hayedos de la zona. Cuando pregunté si había mucho urogallo me sorprendieron al contestarme que no quedaba ninguno y yo, inocentemente, comenté que la ambición de los furtivos terminaba con todo a lo que me replicaron:¡no! quien acaba con todo es el exceso de una fauna salvaje incontrolada, en donde las especies más débiles, como el urogallo, que anida en el suelo, es víctima del exceso de depredadores, zorros, jabalíes, osos, lobos … y por supuesto los humanos ajenos a la naturaleza, que vivimos en un mundo ficticio con unas reglas al servicio de intereses ajenos al mundo que hemos heredado.
Pese a todo, el frondoso bosque animado por el cromatismo otoñal, recreará nuestra vista con el amarillo dorado y plateado del abedul, el bronce del roble y el haya, el oro viejo del castaño y el avellano…y todos ellos, olvidando nuestro maltrato, nos siguen ofreciendo sus frutos, esos frutos, que tanto hambre han quitado a los pueblos, porque el otoño, en Asturias, es la gran despensa invernal, no solo para las ardillas, sinó para nuestra gastronomía, desde el pote de castañas, traído por Roma, hasta el pastel de avellanas, acompañado de manzanas en higos, frutos estos todos procedentes de Asia, que han venido para quedarse.
Por ello, yo, al menos, no diré que nos pidan perdón esos pueblos que nos han invadido, más bien, les daré las gracias.
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