
Por Juan Carlos Avilés/ La Vaca Paca
Cejijunto era aún más bestia que yo. Aquel paisano viejuno y seguramente amargado por el vino rancio y otros trastornos de su mala vida, y que poco a poco le iban carcomiendo su escaso cerebro, me hacía polvo cada vez que iba a catarme. Era como si toda su mala baba se le fuera a las manos cuando me espachurraba los pezones. Y si daba un respingo de protesta me atizaba en el lomo con la vara de avellano que tenía por única compañía. No le soportaba, como tampoco el resto del mundo, y me echaba a temblar cada vez que le veía acercarse con el cubo y el tayuelu, mordisqueando el resto de Farias que siempre llevaba entre sus ponzoñosos dientes y arrastrando la pierna ortopédica que le dejó la diabetes. Cejijunto era asqueroso y un auténtico hijoputa, pero también era el amo y el dueño de la granja donde nos arremolinábamos mis compañeras y yo. Menos mal que estaba para pocos trotes y con suerte le quedarían un par de telediarios, así que nuestro cuidado, y el del resto de la quintana, se lo dejaba a sus nietos mientras él se acababa de consumir en el chigre. Tenía un hijo que marchó a Ensidesa para cambiar a su odioso padre y el apestoso cuchu por el gin tonic de Beefeter y la tele de plasma. Y este a su vez tuvo otros dos, una hija que dio en influencer y un varón hippy y ecologista que fue el que decidió, junto con su chica del mismo pelaje, irse con el abuelo a recuperar la España vaciada. Con el abuelo no pudo, pero lo demás lo llevaba a las mil maravillas. Yo estaba encantada con ellos, e incluso la chica me ponía música de Mike Olfield cada vez que me tentaba las tetas, de las que brotaba una leche fluida, rica y cremosa como ella sola. A ambos les fascinaba la vida rural, el trajín del ganado y los productos de la tierra, y en los dos años que llevaban en la finca la pusieron a vivir. Así que, salvo que apareciese el vejestorio de Cejijunto, podría decirse que yo era una vaca moderadamente feliz.
Aquel aciago día a los chicos les dio por ir a Ikea y encima mi amiguete transeúnte tampoco vino a visitarme. Llevaba algún tiempo sin aparecer y reconozco que empecé a mosquearme (eso sí, en sentido metafórico, que a mí esos bichitos me ponen mala). Y es que, a pesar de nuestras visibles diferencias, le estaba cogiendo cariño. Sentimental que es una.
(Continuará)
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