Teatro, la vida de otra manera

Plácido Rodríguez

Aunque se dice que fueron los griegos los primeros en considerar la representación escénica como un arte en sí misma, la acción teatral es una de las formas de expresión más remotas de la humanidad, pues antes de que en la Antigua Grecia se pusieran en escena aquellas celebraciones en honor a Dioniso, dios del vino y la fertilidad, y por tanto inspirador del éxtasis, me atrevo a sugerir que todas las culturas —anteriores, simultáneas o posteriores del planeta— practicaron algún espectáculo ritual en el que algunos miembros de la tribu o sociedad ancestral conseguían conectar con el resto en ese acto comunicativo que germinó dando lugar al teatro.

Porque el teatro no deja de ser una forma de socialización humana con la que, ya en épocas remotas, aquellos primitivos antepasados conseguían interaccionar entre ellos, utilizando los patrones que definen intérpretes y público.

El teatro no deja de ser el reflejo de los cambios que experimenta la humanidad, un reflejo que nos devuelve con atrezos, gestos y diálogos nuestra manera de pensar, un reflejo que nos hace ver la esencia de cada uno, que nos hace ver la manera que tenemos de habitar este mundo.

El teatro, además de entretener, sirve para reflexionar, aunque esa reflexión a veces se cercene por el lastre de la censura, del asentimiento títere hacia quienes tienen el poder de alinear conductas. Como dijo Jardiel Poncela: “El teatro es un gran medio para educar al público, pero el que hace un teatro educativo se encuentra siempre sin público al que poder educar”.

El caso es que por fin en Grau/Grao/Grado tenemos un teatro, que además sirve de auditorio, que ya es mucho, por mucho que, utilizando lo que parece albergar cierta nomenclatura pretenciosa por parte de quienes tienen la potestad de bautizar, lo quieran llamar “Centro Cultural”.

Hubo quienes propusieron con anterioridad otras ubicaciones, como el edificio en el que se encuentra la Escuela de Música, y que parece se resiste al desplante, reivindicando esa intención con un gran letrero que reza a la puerta: “TEATRO-AUDITORIO”. Tal vez alguien debería retirarlo y desengañar al vetusto edificio en otro tiempo conocido como “Sagrado Corazón”. Hubo quien propuso, creo que fui yo, acometer la remodelación de lo que ya fue cine-teatro-auditorio; me refiero al antiguo cine del parque, relegado en la actualidad a discoteca en horas bajas. Si dejamos a un lado estas anécdotas, es de justicia aplaudir la consecución de un teatro-auditorio, que, tras muchos años de demanda popular, pudo levantar el telón en una primera representación de la obra escrita por el Ilustre moscón, Valentín Andrés. Espero que “Tararí” sea el inicio de una prolija secuencia teatral.

Ahora solo echo en falta algo más de nutriente, al menos en lo que se refiere a la falta de un grupo de teatro local. A ver si, una vez que tenemos el continente, también somos capaces de darle ese tipo de contenido.

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