¿Qué haría Hamlet con un mechero?

Por Plácido RODRÍGUEZ

Se levanta temprano en uno de esos pueblos hundidos en el relieve y en la historia de Asturias. El día amanece despejado y sube a uno de los hombros de la montaña que abraza al valle. Una docena de vacas y un toro constituyen el comité de bienvenida, pero pacen sin levantar la cabeza del suelo, más preocupados por llenar sus estómagos rumiantes que de recibirle. Después de observar el ganado mira en dirección al mar y trata de vislumbrar el horizonte, pero las nubes y la niebla son pertinaces y tupen el Norte. Se resigna ante la vista, pues es bien sabido desde tiempos de Noé que ante la insistencia de la meteorología no caben los antojos de hombres. Y retoma el sendero a casa con otra dosis más de escepticismo, algo que poco a poco se le va agarrando dentro, como la nicotina a los pulmones. Al caminar recuerda viejas costumbres que la necesidad se encargó de preservar más que la tradición. Se detiene y escudriña el entorno. La maleza prospera de una forma salvaje e irrumpe sin respeto en lo que fueran pastos y tierras de cultivo. Poco a poco la imagen se va instalando de forma subliminal en su cerebro y se hace acreedora del fuego.
Por un lado se siente atacado por gobernantes e instituciones que cada vez ponen más trabas en su trabajo; pero también se siente culpable por abandonar el legado que sus antepasados roturaron con las manos para procurar sustento a hombres y animales. Enciende un cigarro. El humo se mezcla con la rabia y el remordimiento, y las dudas se alían con la llama que sale del mechero.
En este momento la balanza está equilibrada. Por un lado le pesa en la conciencia el uso indebido del fuego; en el otro lado está el deseo de acabar con algo que le perturba: quemarlo se ofrece como la solución más rápida.
Y el dilema se plantea tal que una adaptación silvestre del famoso soliloquio de Hamlet, presionado por el fantasma del padre para vengar su muerte: «quemar o no quemar, esa es la cuestión. ¿Sufrir la fortuna injusta o rebelarse mechero en mano contra la desdicha?». Y ya está; sólo le falta una disculpa para decantarse por el arma fácil que destruye la vida, aunque sea de forma pasajera. Piensa en ello… «Un abuso de la autoridad que me vigila, la descalificación de alguno de esos… ecologistas, el lobo, el avión que tira las culebras…» O tal vez baste la mirada cómplice de alguien que comparte su mismo sentimiento.
Lo cierto es que «en marzo el monte ta muy gafo». Y arde. Y a algunos parece que les pasa como a la canción de Sabina, «nos sobran los motivos», aunque la letra diga que «estas cenizas no juegan con fuego».

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