¿Por qué no tengo Facebook?

Inicio @ Tribuna ¿Por qué no tengo Facebook?
Por Pablo GONZÁLEZ

La percepción general sobre las redes sociales ha ido cambiando, siquiera poco a poco, en los últimos años. Si hubiera que afinar tal afirmación, situaría el punto de inflexión más o menos a mediados de 2016 y el vuelco, o al menos la intentona del mismo, ha llegado hasta tal punto que, incluso, algunos ya no me observan asombrados, perplejos, cuando les digo que no tengo Facebook. Antes me tenían por bicho raro, inadaptado, conspiranoico o quizás hasta por demasiado moderno, un tipo que se creía vanguardia solo por hacer justamente lo contrario de lo que hiciesen todos los demás. Ahora, sin embargo, ya voy vislumbrando a alguno que parece comprenderme y que, incluso, afirma que va a seguir mis pasos… que en cuanto pueda borra su vida virtual, cansado de que comercien con su privacidad, de que lo geolocalicen constantemente, de su muro lleno de cansina publicidad, superfluos virales y demás inutilidades, de la NSA, de los bots rusos, fake news y demás historias extrañas que se oyen por ahí. Mas la hora de poder parece que no llega y recuerda a una de esas voluntades que se proponen solo a medias, como cuando aquél jura y/o promete que ya mismo deja el vicio mientras enciende otro cigarrillo. ¿Será adictiva la virtualidad?

El acceso compulsivo a las redes tiene detrás una explicación científica. El impulso casi obsesivo que mueve a tantas de las personas que te rodean, o incluso ti mismo, a revisar noventa y cinco veces al día las notificaciones que llegan a su teléfono móvil tiene nombre de neurotransmisor: la dopamina. Esta molécula de la felicidad y la recompensa se libera tras determinados comportamientos humanos. El más asociado con su segregación es el ejercicio físico, pero tiene en las redes sociales su paradigma sedentario, ya que también se genera después de recibir refuerzos positivos o alcanzar metas establecidas. Varios estudios científicos han demostrado que el uso de los medios sociales es el caldo de cultivo perfecto para la producción de dopamina a base de respuestas inmediatas, likes, retweets, solicitudes de amistad aceptadas, etiquetados en fotos o un sinfín de elementos visuales que alimentan una zona frágil del cerebro humano. Así, los usuarios de las redes crean expectativas permanentemente buscando ese refuerzo, ese feedback positivo, ese valioso reconocimiento, aunque frívolo y superficial, de sus semejantes en un pernicioso bucle asociado a varios trastornos, entre ellos el más buscado: la adicción; a ser queridos, seguidos, aplaudidos, populares, elogiados, aclamados, a ser parte de quién sabe qué, o quizás también a ser odiados, calumniados o insultados por las personas correctas. Por tanto, cuando recogemos comentarios positivos, likes o alguien comparte nuestra foto no solo recibimos el correspondiente chute de dopamina, sino que sentamos las bases para un retorno continuo a ellos en una búsqueda permanente de refuerzo social y, en definitiva, una dependencia perniciosa de la herramienta. Y Facebook lo sabe… y lo sabía. Chamath Palihapitiya, el que fuera vicepresidente de crecimiento de usuarios durante los inicios de la compañía, declaró el año pasado que “los ciclos de retroalimentación a corto plazo impulsados por la dopamina que hemos creado están destruyendo el funcionamiento de la sociedad. Sin discursos civiles, sin cooperación, con desinformación, con falsedad. Es un problema global. Está erosionando las bases que fundamentan cómo las personas se comportan ante sí y entre ellas”. Declaró sentir “una gran culpa” por haber colaborado a constreñir gran parte de las relaciones humanas a un juego de pulgares hacia arriba. El primer presidente de Facebook, Sean Parker, también disparó contra su creación: “¿Cómo podíamos consumir la mayor parte de tu tiempo consciente? Teníamos que dar un poquito de dopamina cada rato. O bien porque alguien había dado a me gusta o porque habían comentado tu foto. Y a eso contribuye a la creación de contenido para, de nuevo, crear más comentarios y me gusta”, “explota una vulnerabilidad de la psicología humana. Lo sabíamos. Y lo hicimos igualmente”. Tecnología diseñada premeditadamente para atacar debilidades del cerebro humano. Tecnología que pretende usuarios dependientes, adictos, enganchados. Tecnología basura.

Confieso que, allá por los comienzos de nuestro siglo XXI, en lo que ahora parece el inicio de los tiempos, saludé con esperanza la venida de las redes sociales y, en general, del paradigma de la Web 2.0. Suponían un empoderamiento de la ciudadanía, una democratización ya no solo en el acceso a la información, sino en la producción de la misma. Las redes y la blogosfera daban voz a quien no la tenía y podían convertirse en herramientas poderosas para cambios sociales tan anhelados como necesarios. Más del 90% de los medios de comunicación del mundo eran controlados por cuatro grandes corporaciones (y así seguimos, más o menos, a 2018) y los voceros oficiales del sistema, muchos y con el pesebre bien lleno, nos bombardeaban continuamente con sus dogmas de fe; no culpen por tanto a un fogoso adolescente que abrazaba las redes sociales con anhelo liberador. Por fin un altavoz para los orillados, para los olvidados, para los callados a la fuerza por el poder oligárquico en la comunicación mundial. Todos podríamos crear cultura, información, conocimiento… todos podríamos crear verdad, comunicarla y ésta se impondría para siempre. ¿O no?

Hoy, sin embargo, tras el paso de tanta agua bajo los puentes, la tecnología ha perdido parte de su potencial creador, de su capacidad para alumbrar alternativas y parece que sus sombras son tan alargadas que ocultan muchos de los caminos posibles. Las redes sociales mayoritarias se han convertido en plataformas de crispación pública, de información falsa, de ataques frontales a la privacidad de los usuarios, de algoritmos oscuros que nos seleccionan lo que debemos conocer y lo que debemos ignorar, de vana superficialidad y de conductas adictivas. El recordado filósofo polaco Zygmunt Bauman afirmaba que “la gente no utiliza las redes sociales para unir, ni para ampliar horizontes, sino al contrario, para encerrarse en zonas de confort, donde lo único que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa” y atendiendo a las investigaciones realizadas, no le faltaba razón. La revista científica PNAS (Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States) analizó en uno de sus estudios más de 350 millones de interacciones entre usuarios de Facebook, concluyendo que la gente, mayoritariamente, busca, accede y comparte información alineada con sus ideas políticas. Todo ello reforzado por el equipo de trending news y su famoso y oscuro algoritmo que le muestra al usuario, después del oportuno filtrado, una única perspectiva de los hechos que se adscribe a lo que éste quiere ver y oír y que, sorpresa, acaba radicalizando al personal. Esto es tristemente demostrable, y casi empíricamente: ¿solemos presenciar discusiones constructivas, racionales, documentadas, sosegadas y objetivas en Facebook? Casi que no, cuando priman los hooligans, sus acólitos y los sensacionalismos baratos que atiborran el estercolero. Cuando creíamos que las redes eran una ventana global, una apertura al mundo, resulta que son una suerte de patio de vecinos virtual dominado por la que posiblemente sea la mayor empresa de la historia; ¿alguna ha tenido 2.200 millones de clientes? En un mundo cada vez más “informado” a través de las redes sociales, el poder de esta corporación es aterradoramente inmenso. Facebook, que se sepa, no crea contenidos, pero sí filtra y ordena los que debes ver. Primero, a través de un ejército de periodistas que trabajan en su influyente departamento de trending news y que, en teoría, revisan las noticias más interesantes y populares en una labor editorial imparcial. En la práctica, actúan como auténticos “comisarios de noticias” que deciden qué informaciones conviene difundir y popularizar y cuáles deben ser arrojadas a las tinieblas virtuales. En resumen, censura. Varios escándalos provocados por testimonios de exempleados han abierto los ojos a muchos de los que se empeñaban en mantenerlos cerrados. Ante esta situación, Facebook pidió las pertinentes disculpas y formuló un curioso propósito de enmienda: el algoritmo. Esto es, básicamente, que la máquina decide, y lo hace en base a una fórmula que evidentemente no se revela. Un oscuro código, que casi nadie conoce, resuelve qué vemos publicado en Facebook y debemos confiar en que dicha tecnología es neutral, objetiva y no persigue objetivos perversos. Sin embargo, la tecnología es tan neutral, objetiva o perversa como el humano que la desarrolla o la organización que la implementa. Ningún algoritmo es puro, ecuánime ni manifiesta las leyes físicas de la naturaleza per se, sino que responde al propósito de su brazo ejecutor. El brazo aquí es Facebook, la quinta mayor empresa en capitalización bursátil del mundo, y hay quien puede pensar que su gran voluntad es fomentar la democracia, la libertad de prensa, el acceso independiente a la información y el debate plural. Algunos, sin embargo, también podemos pensar que es cuadrar sus números, aumentar sus beneficios y hacer todo lo posible por mantener, si no acrecentar, ese inmenso poder que les da su capacidad de controlar la información que llega a sus 2.200 millones de usuarios. Estamos en 2018, pero se parece mucho a 1984.

La cuadratura del círculo orwelliano la tenemos en el espionaje masivo. Uno de los grandes logros de las redes sociales, y de Facebook en particular, ha sido conseguir que sus usuarios les proporcionen información, consciente o inconscientemente y en ocasiones espantosamente detallada, de casi todos los aspectos de sus vidas. Facebook llega a saberlo todo: si tienes una relación, con quién la tienes o con quién la pretendes tener, por tanto tu orientación sexual; tu formación académica, dónde trabajas, si estás al paro, por tanto tu nivel socioeconómico; dónde vives, qué amigos tienes, almacenando también un perfil aterradoramente exacto de cada uno de ellos; cómo y cuándo te desplazas, viajas, o visitas a tu madre/abuela/suegra; cuál es tu salud, o la ausencia de ella; de qué pie cojeas políticamente, cuál es tu partido, sindicato, tu anti-partido o tu anti-sindicato, qué medios de comunicación frecuentas, qué opinas sobre la inmigración en el Mediterráneo, sobre las crisis de deuda soberana o sobre el derecho a decidir; qué libros lees, películas ves, música escuchas o restaurantes visitas… La precisión en los perfiles recogidos por estos flamantes órganos de inteligencia disfrazados de redes sociales haría palidecer a la mismísima Stasi. Pero mientras entendemos que la RDA era un estado policial, indigna ver cómo Occidente presume de libertad y democracia mientras aplica métodos similares, si acaso mucho más efectivos, y doblega el espíritu de tantos resignados que repiten al unísono mantras al estilo de “si no estoy haciendo nada malo, no tengo nada que ocultar. ¿A quién le van a importar mis datos?”. La privacidad es un derecho inherente para desempeñarnos como seres humanos con dignidad y respecto, nos protege del abuso de los poderosos y está intrínsecamente relacionada con nuestra libertad. No somos libres cuando nos sentimos permanentemente vigilados, controlados, escoltados. No somos libres cuando una cámara nos graba incesantemente. Peleemos porque la libertad no sea una extravagancia sobrante en esta especie de distopía virtual. Cambridge Analytica es el último escándalo, el último de muchos. La empresa británica recogió datos de 270.000 usuarios para, posteriormente, espiar ilegalmente a sus amigos en Facebook y crear perfiles de voto para todos ellos. ¿El objetivo? Apoyar la campaña de Donald Trump, ¿cómo? quién sabe… la visión optimista nos haría creer que lo hicieron a través de microtargeting y anuncios personalizados, la pesimista, a través de información falsa y manipulada diseñada en base a los distintos perfiles identificados. La línea de la dignidad y la decencia fue dejada atrás hace demasiado tiempo, ¿por qué ser optimista? Se estima que Cambridge Analytica llegó a almacenar clandestinamente información privada de 50 millones de personas a través de un permiso obtenido en una aplicación de terceros. Uno de esos permisos que no leemos pero sí aceptamos. Facebook hizo más bien poco, tirando a nada. Negar las acusaciones, minimizar los daños y terminar pidiendo sus redundantes y deterioradas disculpas. Las mismas disculpas que solicitó en 2015 cuando comenzó a compartir datos entre la mensajería de Whatsapp y la red social, cosa que negaba reiterada y tozudamente en el momento de su compra, o las que emitió en 2016, cuando se descubrió que sus empleados de la unidad de trending topics eliminaban sistemáticamente determinadas noticias políticas. También entonó el mea culpa cuando fue acusada de ser pieza clave en la propaganda contra la minoría rohingya, víctima de genocidio en Myanmar. Disculpas vacías, huecas, que solo contentan, ni siquiera convencen, a conciencias compradas.

Facebook es la punta de lanza de un ejército de redes sociales que, quizás con algún pequeño matiz, comparten muchas de las oscuras vilezas de su hermana mayor. Posiblemente ninguna alcance la perfección maquiavélica de ésta, pero todas siguen el mismo modelo; un paradigma salvajemente neoliberal loado por los habituales gurús de Sylicon Valley y sus financieros de Wall Street; un capitalismo digital “techno-optimista” que intenta hacernos creer que la tecnología tiene la capacidad de solucionarlo todo por sí misma, que es neutral y que no necesita de regulaciones ni limitaciones. La “mano invisible” de Adam Smith, versión 2.0. Sin embargo, los hechos demuestran empíricamente, una vez más, que si no hay controles públicos en una plataforma con 2.200 millones de personas registradas y un poder colosal, el resultado es el esperado: caos y descontrol en una compañía que, visto lo visto, tiene la capacidad de atacar los cimientos básicos de lo que debieran ser nuestras democracias liberales. Cabe preguntarse incluso si, llegados a este punto, la mera regulación sería suficiente en un mundo regido por los datos. Éstos son al siglo XXI lo que el petróleo fue al siglo XX o las cadenas de montaje fabriles al XIX, la base económica fundamental, y la cuestión aquí va mucho más allá de tal o cual red social. Los datos son la materia prima de la que se alimenta la Inteligencia Artificial que ya gestiona incipientemente nuestras infraestructuras y ciudades inteligentes, los coches autónomos, la gestión sanitaria, la investigación médica, la protección ante ataques cibernéticos o la información que se filtra a la esfera pública. El problema digital es, en definitiva, entender qué hacemos con los datos y responder a una antigua incertidumbre que se nos bosqueja de cuando en vez, tan actual como de costumbre: ¿quién debe poseer los medios de producción (en el siglo XXI)? La solución que se nos plantea es, aun disfrazada de falsa modernidad virtual, tan vieja como el hambre: dominio oligárquico por parte de grandes corporaciones, con Alphabet y Facebook a la cabeza, denominados acertadamente por el investigador bielorruso Evgeny Morozov como los “señores de los datos”, no muy distintos a los oligarcas del ferrocarril, las minas, la siderurgia, la prensa o las telecomunicaciones en siglos pasados. Capitalismo salvaje que muta a digital para permanecer tan injusto y desigual como siempre, asaltando ahora Internet y su potencial civilizatorio, pervirtiendo el propósito liberador del protocolo para convertirlo en pura mercancía. Sin embargo, hay alternativas. Aquéllos que perseguimos el sueño utópico del conocimiento ubicuo y libre debemos introducir de una vez por todas el problema digital en la agenda política, planteando medidas concretas, audaces, plausibles y siempre desde una perspectiva humanista. Las personas, con nuestra libertad e igualdad inalienables, en el centro de un modelo democrático y justo, ajeno al dominio desmedido de grandes corporaciones. A la utopía nunca se llega, pero sirve para hacer camino. Ya vamos demasiado tarde.

 

Deja un comentario

La dirección de email no será publicada.