Nun ta de más falar n’asturianu

Plácido RODRÍGUEZ

Cuando cuerpo y cerebro se alían para sabotear la decisión inicial de llegar a la cima de un volcán de más de 3000 metros de altura, cabe pensar si el empecinamiento por subir compensa la necesidad de volver a bajar, o dicho de otra forma y en palabras de mi abuelo cuando salía en las noticias algún desafortunado accidente relacionado con el alpinismo: “¿Qué se-yos perdería allí arribón?”
Lo cierto es que la suma del cansancio, la escasez de oxígeno y, lo que fue aún más determinante, que unos guardias italianos muy cabreados con mi negligencia montañera no me dejaron pasar a la zona en la que los demonios de las profundidades respiran azufre por las fumarolas del Etna.
Y debí de quedar un poco atontado del mal de altura porque, a medida que bajaba hacia el punto en el que había empezado la caminata, me daban como flashes en los que podía visualizar, a modo de trampa homérica atravesada en medio del sendero de vuelta, un cachopo y una botella de sidra. Y entre lo que empezaba a rayar con la alucinación gastronómica-asturianista escuché una voz quejumbrosa que me dejó paralizado por completo.
—Paez que baxas abondo cansáu.
La voz salía detrás de un viejo árbol que se había visto afectado por la última erupción del volcán. Parecía un esqueleto desramado, testigo del sufrimiento que infringe el calor de la lava a los pies de quien se atreve a interponerse en su camino.
—¿Quién anda ahí? —Pregunté desconcertado.
—Andar nun ye precisamente el verbu más acertáu.
Cuando me di cuenta de que era el árbol quien me estaba hablando pensé que había respirado algún compuesto contaminante cerca de la cima del volcán y que me estaba produciendo un efecto psicotrópico más propio de las levitaciones celestiales de Santa Teresa de Jesús que de un aficionado montañero con sobrepeso y pegado a la Tierra. Debió de ser que, como me habló en asturiano, sentí cierta empatía con el árbol enseguida, interesándome por su estado, y en el que se evidenciaba un deterioro notable. Podría decirse que la contestación que me espetó estuvo acorde a la trivialidad, por no decir estupidez, de la pregunta.
—Nací equí.
—¡Ah! Claro! ¿Y qué te pasó? ¿Quemástete?
Como los árboles no muestran expresión facial, no pude verle, lo que se dice, la cara, pero por su silencio intuí que le estaba pareciendo un cateto que hablaba con él sólo por salir del paso, hasta que al poco tiempo me contestó una cosa que me hizo entender mejor lo que le había pasado.
—Nun toi quemáu: toi lavatomizáu.
Entonces comprendí por qué hablaba tan despacio y le costaba vocalizar, y no quise aturdirle más. Me despedí amablemente de él y continué caminando.
Después de que recuperé fuerzas en un refugio que había más abajo me asaltó una duda que no soy capaz a despejar de la cabeza. Lo pienso cada vez que me acuerdo del viaje que hice el verano pasado y no me va a quedar más remedio que volver a esa isla del Mediterráneo para averiguar el misterio: “¿Aú deprenderán en Sicilia los árboles a falar n´asturianu?

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