Plácido RODRÍGUEZ
Unos dijeron que fue por mala suerte, otros que por su ansia incontrolable de acaparar. Hubo quien dijo que lo hizo para sabotear al gobierno local, hubo quien lo tildó sólo de ignorante. Lo único cierto es que fue una víctima más de la pandemia, porque, tal como citó el diputado de “Teruel existe” sobre lo que escribió José Saramago en esa inquietante y
conmovedora novela, ‘Ensayo sobre la ceguera’: «Calma, dijo el médico, en una epidemia no hay culpables, todos somos víctimas».
Cuentan que lo vieron en el pueblo de los 100 nombres, haciendo cola en la puerta de las farmacias, con gesto de preocupación, como si temiese que algún medicamento de los que hacía uso frecuente se fuese a terminar. Cuentan que de vuelta a casa se encontró con un viejo conocido de la juventud al que los recuerdos de la “mili”, en el mismo cuartel, y la partida de “subastao”, en la misma cafetería, habían conseguido mantener un vínculo de proximidad durante todo el tiempo que la política trató de alejarlos.
─ ¿Qué te pasa que traes esa cara de rancio? Le preguntó, manteniendo la distanciade seguridad.
─ Ya no quedan mascarillas. Veo que tú sí tuviste mÁs suerte.
Entonces se acercó y continuó hablando en un tono más bajo.
─ Los del ayuntamiento las llevan todos los días a las farmacias para que las repartan gratis a la gente, pero como no tienen suficiente suministro se acaban pronto. Tienes que madrugar más y pedir en todas las farmacias, como hago yo, es la manera de tener bastantes.
─ Pero, si hacemos eso, entonces sí que no habrá para todos ─ dijo, entretanto de toser un par de veces.
─ Allá tú. Ya veo que sigues igual que siempre. Está claro que ya no espabilas.
Y es posible que la sensación de tener lo que al otro le falta, consiga crear esa párvula sensación de seguridad que engaña el cosmos de neuronas que rellenan los cerebros de quienes la experimentan, pero que de ninguna manera consigue engañar a un insignificante organismo microscópico que atraviesa los poros de una mascarilla como un chorro de agua un colador de cocina.
Porque por mucho que dé la impresión de que todos hubiésemos hecho un máster sobre el uso de mascarillas, en la realidad no parece que sea así. Las mascarillas higiénicas y quirúrgicas, que son las que el ayuntamiento está
repartiendo con la colaboración de las farmacias, no garantizan la protección contra el contagio a quien las lleva puestas, sino que su uso fundamental es para que el que la lleva puesta no pueda transmitir el covid-19.
Así que, a la espera de que se pueda suministrar otro material con mayor nivel de protección contra el coranavirus, para darle una oportunidad al protagonista del cuento le dejo el final abierto:
1. A pesar de llevar puesta una mascarilla quirúrgica, se contagia al hablar con el conocido y padece la enfermedad, con un final incierto.
2. Antes de acercarse a hablar con el conocido comparte las mascarillas con él, desiste de su actitud acaparadora y evita así ser contagiado.
Y como entiendo que desvelar las últimas frases de la novela de Saramago no condiciona su lectura, las trascribo:
« … ¿Por qué nos hemos quedado ciegos, No lo sé, quizá un día lleguemos a saber larazón, Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven. La mujer del médico se levantó, se acercó a la ventana. Miró hacia abajo, a la calle cubierta de basura, a las personas que gritaban y cantaban. Luego alzó la cabeza al cielo y lo vio todo blanco, Ahora me toca a mí, pensó. El miedo súbito le hizo bajar los ojos. La ciudad aún estaba allí».
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