Tiempos de alarma

Pablo GONZÁLEZ

Parece que el coronavirus ha venido para quedarse, caso extraño en esta sociedad del espectáculo, que decía Guy Debord, habituada a una interminable sucesión de llamativos destellos que fijan nuestra atención durante un breve e intenso instante, y que tan pronto se olvidan en busca de la siguiente frivolidad. El mortífero bicho no es, visto lo visto, un trending topic al uso; ha infectado por millones, matado por cientos de miles, confinado al mundo durante meses e inoculado un miedo colectivo y duradero que, probablemente, haga la vuelta a la banalidad más complicada de lo que bastantes quisieran. También nos ha desnudado frente una realidad descarnadamente evidente para nuestros antepasados y coetáneos de otras latitudes: la fragilidad de la vida humana. Y acaso no esté de más el recordatorio, vista la desmedida egolatría en la que estábamos instalados, tan seguros de nosotros mismos que incluso nos permitíamos el lujo de obviar la importancia de las redes de protección públicas.

Tal vez la brutal pandemia nos ayude a reconstruir tantos lazos colectivos perdidos durante las últimas décadas de hegemonía neoliberal, a recuperar el sentido de pertenencia a una comunidad y a defender decididamente sus sistemas de bienestar, atacados sin cuartel en este largo invierno del egoísmo virtuoso y la negación social en todas sus formas. Y es que los últimos cuarenta años han dejado tras de sí un reguero de sociedades rotas, enfrentadas, atravesadas por la barbarie de un discurso basado en el individualismo más innoble. El marco ideológico dominante no solo tolera la inmensa desigualdad existente, sino que la justifica racionalmente: los ganadores, hábiles buscadores de ventaja, deben considerarse los únicos artífices de su éxito; los últimos, sin capacidad de adaptación, están en tal lugar merecidamente. El viejo liberalismo de Locke o Jefferson mutó en el libertinaje fratricida de los Chicago Boys, y la mezquindad, otrora despreciable, comenzó a tener sostén intelectual. El otro nunca más fue el compañero de viaje en nuestro acontecer vital, alguien con quien cooperar. El otro se convirtió, definitivamente, en un contrincante al que sobrepasar en la descarnada competición que nunca se acaba, porque, independientemente de lo que acumulemos, jamás es suficiente. Acaso llegue ahora, en la fatal enfermedad y hartos ya de la zanahoria del hiperconsumo, el tiempo de una renovación moral que ponga de relieve nuestra mutua dependencia y la conciencia de que el individuo es incapaz de realizarse como humano si no es acompañado, de que solo si nos unimos empezamos a ser. Es el bien común el que nos saca de nuestra soledad, y en él nos vemos reflejados y realizados. “La sociedad no existe” vociferaba Margaret Thatcher, mas es justamente al contrario: vivimos en sociedad, luego existimos. Tal es la naturaleza gregaria del Hombre, nadie se vale solo.

Así, en plena fiebre del mercado, erigido en nueva religión y único timonel de la globalización, llegó el desastre en forma de virus y todos corrimos a refugiarnos en el Estado nación. ¿Quién nos iba a proteger ahora? Fue el viejo Estado el que, con todas sus flaquezas, su recortada sanidad y sus menguadas arcas, resultó ser la principal fuente de seguridad, el guardián de la vida; nadie exigió auxilio a las Naciones Unidas, ni a la OTAN, ni a las grandes corporaciones transnacionales que rigen el mundo; tampoco la Unión Europea pareció servir de amparo a sus ciudadanos en la hora más grave, incapaz de mostrar el nivel de solidaridad necesario en una unión monetaria digna de tal nombre (a pesar de la aparente disposición, esta vez sí, del Banco Central Europeo). Ante el peligro, el Estado se mostró como un baluarte civilizador frente al desatino del todos contra todos, e imprescindible sería recordarlo la próxima vez que algún fanático ultraliberal abogue por su despedazamiento. Tampoco debiéramos olvidar que muchos de los oportunistas que hoy aplauden nuestra sanidad pública, clamaban ayer por su privatización mientras dopaban la economía financiera a base de deuda pública y malvendían nuestro tejido productivo. Y son los mismos que mañana, no lo dudemos, tratarán de imponernos nuevamente su doctrina de recortes y adelgazamiento de lo público. Sí, acaso llegue ahora el tiempo de resignificar la política, de elevarla al fin sobre el mercado y ponerla al servicio de las grandes cuestiones: la justicia, la libertad, el bien común, la vida y el bienestar de los pueblos. La economía, sin duda, es clave en nuestro devenir, pero ¿será ésta la única posible?

No cabe esperar, evidentemente, que el deseable giro hacia lo comunitario transcurra por bellos y utópicos caminos exentos de riesgos; ningún impulso humano lo hace. Largas sombras seguirán acechando, algunas tan antiguas como el Leviatán de Hobbes, otras más novedosas, casi de ciencia ficción. El duro letargo económico que se avecina y el consiguiente descontento social serán caldo de cultivo para autoritarismos, nacionalismos excluyentes y demás desafíos a sumar a los que ya nos asolan: la emergencia de una sociedad de control tecnológico, una nueva Guerra Fría geopolítica o un cambio climático que amenaza nuestra mera supervivencia como especie. No, la historia no se termina nunca; que seamos capaces de escribirla con esperanza dependerá, una vez más, de nosotros mismos.

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