Descansar entre cañones: cuando la fábrica de armas de Trubia tenía cementerio

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El primer fallecido que recibió el camposanto castrense de Nuestra Señora de la Concepción en el recinto fabril fue el del niño Ramón Huici, finado en 1798

Iglesia parroquial de Santa María de Trubia / Archivo de Valentín Álvarez

Por Roberto SUÁREZ/Sara PARDO/ Trubia

El vínculo entre la vida y la muerte y la relación de cada pueblo con los cementerios es diferente. En la Grecia y Roma antiguas se temía menos a la muerte que a no disponer de sepultura o de lugar de enterramiento. Según un estudio del poblamiento altomedieval de las comarcas del río Trubia, Gladila, clérigo poderoso y señor de numerosas tierras funda una iglesia-cenobio en Trupia a los 23 años del reinado de Ramiro I (840), –según documento del año 863 del que se conserva copia tardía del siglo XII-XIII del archivo capitular de Oviedo– bajo la advocación de Sta. María, San Pedro y San Pablo, ubicada al comienzo de la carretera de Perlín.

La proximidad al actual templo, según diversos estudios, hace pensar en un posible aprovechamiento de la piedra y pudo ser construido entre los siglos XIV y XV ya que la fecha que aparece en el arco de la puerta, 1747, no es la de su construcción sino de una reforma. Por aquella época, como era habitual, el lugar de enterramiento era el patio adyacente a la iglesia. Con el establecimiento de la Fábrica de Municiones de Guerra se crea una capilla consagrada a Ntra. Sra. de la Concepción y un cementerio castrense dentro del recinto. La dirección de la fábrica, a petición de los armeros vascos venidos de esa región a prestar sus valiosos conocimientos en la fabricación de armamento portátil, solicita que envíen algunos sacerdotes que puedan asistir a sus mujeres en euskera, que es la única lengua que conocían.

El primer cura castrense de esta fábrica fue D. Ramón Baragaña Álvarez, natural de Pola de Siero y el primer libro de defunciones de dicho cementerio y de «fees de muertos en esta Real Fábrica de municiones de guerra de Trubia» data del año 1798. El primer cadáver que se recibió pertenecía al niño Miguel Ramón Huici, fallecido el día 16 de abril de 1798 y bautizado el día cuatro del mismo mes. El segundo enterramiento corresponde a la segunda mujer de Antonio Ortiz, Ma. de la Cruz de Marichalar, natural de Urroz en el reino de Navarra ya en 1800.Con el paso del tiempo y el consiguiente aumento de la población, este cementerio castrense no resolvía el problema de espacio dedicado a los enterramientos y Trubia hubo de enfrentarse a este problema allá por el 1880.

Ampliar el camposanto. En enero de 1848 la Junta Económica de la fábrica manifiesta la urgente necesidad de dar mayor extensión al camposanto y hacer un pequeño osario, por lo que creen que con unos balcones corridos a los lados y a continuación de la tribuna y duplicar la extensión del cementerio –con un coste aproximado de 8.000 reales de vellón– sería suficiente. Años más tarde esto se demostró insuficiente. Será Marcelino González, médico del Cuerpo de Sanidad Militar, en carta dirigida al coronel director de la fábrica en octubre de 1890, el primero en alertar del peligro de seguir con los enterramientos dentro del recinto de la fábrica debido a «las malas condiciones del terreno que ocupa nada favorable a la pronta descomposición de los cadáveres» y la necesidad perentoria de un nuevo lugar de enterramiento ya que «los cadáveres han de pasar necesariamente por medio de uno de los talleres más concurridos, pudiendo en el desgraciado caso de una epidemia ser causa de la trasmisión de enfermedades infecciosas a los obreros». Por esas fechas, el obispo de Oviedo ya era consciente del grave problema pues el coronel director Ramón Fonsdeviela ya había solicitado autorización para el sepelio de los cadáveres procedentes de la parroquia castrense en el cementerio de Sta. María de Trubia e informado al mismo tiempo al Ministerio de la Guerra. Sin pérdida de tiempo y ante la extrema gravedad de la situación se crea ese mismo año, por orden de la comandancia general, una comisión nombrada por la fábrica, presidida por José María Ladreda y formada por los médicos del establecimiento Marcelino González y Camilo Morais para el estudio del emplazamiento más adecuado para el nuevo cementerio. Sus conclusiones fueron tajantes: no había posibilidad de construir otro cementerio dentro de la fábrica ni de ampliar el ya existente. Por otra parte, tampoco podían informar sobre «la noticia numérica de los fallecidos en esta fábrica» ya que los libros parroquiales habían sido trasladados al Archivo General Castrense de Madrid y el actual daba comienzo el 28 de junio de 1891.

En enero de 1894 el Obispado da cuenta al director de la fábrica de que el cementerio estaba terminado y «dentro de poco será bendecido y abierto al público», puntualizando que había sido costeado únicamente por esa institución y que «sirva para todo el pueblo de Trubia, pertenezca o no a la jurisdicción ordinaria, y en el cual podrá el capellán de la fábrica, sin perjuicio de otros derechos, celebrar y predicar los sacramentos y cumplir todos los deberes de su cargo». Se elaboró un reglamento compuesto de catorce artículos que comenzaba declarando a la Mitra de Oviedo propietaria única del camposanto y se destinaría tanto a feligreses de la parroquia como a los a la fábrica. Se dividiría en «dos grandes cuarteles separados por una calle que partiendo de la puerta llegue a al muro de enfrente donde se hará una capilla». A derecha e izquierda habría un espacio de cinco metros destinado a «sepulturas distinguidas» cuya concesión se reservará el prelado. De los cuarteles restantes, el de la izquierda se destinaría a los difuntos de la parroquia y el de la derecha a los enterramientos de la Fábrica de Armas. En detalle, el reglamento especificaba que cada cuartel se distribuiría en tres partes partiendo de la pared de la puerta: una para párvulos, otra para sepulturas gratuitas para pobres y la última a sepulturas de pago y por cada una de ellas se pagarían dos pesetas. Las sepulturas «distinguidas se dividirán en sepulturas de primera clase que lindan con la calle central y de segunda, que lindan con la senda que separa las zonas de los cuarteles». La perpetuidad de las sepulturas se entendería mientras durase el cementerio.

Por febrero de 1925, el capellán-párroco de la Fábrica de Trubia, D. Joaquín de la Vila y García expone al Sr. Provisor y Vicario general de la diócesis de Oviedo la necesidad de «trasladar los cadáveres existentes en la necrópolis de la fábrica, en número de diez y ocho y próximas a realizarse obras de ensanche y construcción de talleres» a una sepultura común que este centro fabril construiría en «el tantas veces repetido cementerio de la parroquia de Sta. María de Trubia, después de haber sido delimitados y reconocidos los terrenos que en el reglamento del cementerio se le conceden». Algunos restos fueron reclamados por sus descendientes como es el caso de la familia de Elorza que, en el año 1920, solicita al coronel director de la fábrica, Rafael Maldonado, el traslado de los restos de sus antepasados a su tierra natal. Enterrar a sus muertos siempre ha formado parte de la vida de los pueblos y cada cementerio tiene su propia historia y, a grandes rasgos ésta es la del de Trubia. Forma parte del patrimonio y, más allá de su función, es un lugar donde se guarda el pasado del pueblo y su historia. Es, en definitiva, un bien cultural que custodia la memoria colectiva de nuestro pueblo.

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