Mientras escribo estas líneas, en la terraza del hotel, tengo frente a mí la torre de la iglesia de San Gil y la espadaña de la Macarena, con una docena de campanas que tañen a todas horas para recordarte que, en Sevilla, si no te comes los santos los santos te comen a ti. En una ciudad donde hay casi más templos que bares, donde en las estrechas calles que serpentean el casco histórico alternan las sedes de cofradías y hermandades con imágenes en las paredes de las más variadas advocaciones, no se puede evitar el olor a incienso y a cera, como tampoco el de la carne ‘mechá’ y la fritura de pescado que emanan los ventanucos de las tabernas, o el de los naranjos y el azahar, aunque ahora no es época. En Sevilla se vive en la calle, el mejor escenario natural donde asistir a los espectáculos más diversos con los actores más variopintos, incluidos ‘guiris’ arrastrando maletas y pedigüeños de toda índole.
¿Y qué hago aquí, tan abajo de Pajares? Pues evocar recuerdos y revocar afectos, no en vano pasé casi dos años de mi vida trabajando para la Expo 92, y eso deja poso y un puñado de buenos, y ahora también viejos amigos. “Pues estás igual que hace treinta y pico años”, mentíamos todos envueltos en la veladura del tiempo y el cariño. Si algo tienen los reencuentros, desde luego es la generosidad. Pateamos la Isla de la Cartuja con lo que quedaba de la Exposición Universal y las calles que solíamos frecuentar. Pasamos por Jovellanos, Palacio Valdés y hasta Juan de Oviedo (aunque éste era ecuatoriano, el pobre), que a nadie llamó la atención salvo a mí y a mi compañera Lucre, también asturiana, y nada menos que tataranieta, o más, de Charles Bertrand, ilustre maestro fundidor que industrializó buena parte del Principado, incluidos la fábrica de armas de Trubia y el quiosco del Bombé. Así que, como veis, ni a 800 km de distancia uno puede quitarse ya de la cabeza la montera picona. Aunque te torres. Pues hale, con Dios, que tocan a vísperas.
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