Juan Carlos Avilés
Nunca me ha gustado la cama, salvo deshonrosas excepciones de las que casi ni me acuerdo. Será porque de guaje cogía muchos catarros y mi madre me embutía entre mantas y bolsas de agua caliente durante días y días, no fuera a coger frío. Así que, cuando recuperé la salud y pude tomar mis propias decisiones, juré que en la cama ni muerto. O sea que la uso lo justito, y siempre con un pinganillo enganchado a una radio diminuta que me permite seguir conectado al mundo y evitar el efecto anestesia, esa fugaz sensación de que la vida se te escapa entre las sábanas. Desconozco, y me importa un bledo, la empanada mental que se organiza en el cerebro cuando dejas tu inconsciencia en manos de la programación radiofónica nocturna y sacrificas los sueños —apenas recuerdo alguno— a cambio de diálogos con noctámbulos raritos, disquisiciones metafísicas sobre inteligencia artificial u otras chorradas o entrevistas grabadas con algún político sin sustancia (o sea, todos), con lo que en vez de sueños tendría pesadillas.
El asunto es que cuando la vejiga me avisa de que es hora de levantarse mi cabeza vive en una especie de realidad paralela que no distingue muy bien entre el ayer y el hoy, ni entre la tapa del váter y la de los sesos. Y a veces la vuelta al aquí y el ahora se convierte en una tarea ardua e irreconciliable semejante, es un suponer, a cuando te has hartado de porros y te queda una hora para entrar en el curro, que tampoco es el caso.
¿Es mejor abandonar este vicio oculto y seguramente pernicioso para dejarse caer mansamente en los brazos de Morfeo y, con un poco de suerte, hasta soñar con los angelitos? Pues igual sí, pero no pienso hacerlo. Y menos ahora que las radios tienen baterías recargables, con la pasta que te ahorras en pilas.
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