Juan Carlos Avilés
[Total, pa ná]
Apareció como surgido del Olimpo de los aguafiestas; como un Donald Trump del balompié; como un Jesús Gil en el yakuzzi-gineceo del triunfalismo hortera y mentecato, rodeado de sirenas cloradas lubricándole las grasas de jamón patanegra. Ya no queremos eso. Ya no necesitamos alentadores y adalides del machismo leninismo con el cerebro en el paquete, robapicos por derecho de pernada, defensores de un mundo que no se mide por el Sistema Métrico sino por los treinta centímetros del bien dotao. Buscadores de afinidades entre las legiones de patéticos machirulos que corean, como último y único recurso, a los fanfarrones de pacotilla envueltos en masa genital. Ya no nos valen. No nos hacen falta. Ya estamos en otra.
Ante el estupor de propios y extraños me tragué con inusitada atención el discursito de marras del tal Rubiales (o Trumpiales, como le llaman algunos) en esa Federación de la que parecía iba a dejar de ser presidente. Y no fue así. “¿Pero Avilés, que haces tú oyendo eso?”, me decían a sabiendas de que si hay algo que me interesa poco o nada en esta vida es el fútbol. Pero sí los mecanismos que mueven a los presumibles cerebros para hacer esto, lo otro o lo de más allá. Y no me decepcionó lo más mínimo, porque sostengo con fe ciega que la cara es el espejo del alma. En un discurso que parecía extraído de un mítin de Vox explicó, con más aguijones que pelos en la lengua, los motivos por los que no le salía de los mismísimos dimitir, al contrario de lo que hubiera hecho cualquier bien nacido con un mínimo de dignidad. ¡Bravo, señor Trumpiales! Ha dejado bien claro que, con un argumentario como tal, y sin pizca de empatía, espíritu conciliador y conciencia de por dónde va el siglo XXI, la gente como usted está de más. La selección femenina ha demostrado, sin duda, ser una campeona como la copa de un pino. Y usted, señor mío, un impresentable de campeonato
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