Publicado el: 21 Oct 2023

Primera y olvidada

En el 150º aniversario de la I República

Pablo GONZÁLEZ

Si el pasado nos ilumina a veces, que decía Josep Fontana, no estaría de más aprovechar el 150 aniversario de la malograda Primera República española para, amén de profundizar en uno de los periodos más extraordinarios de nuestra historia, intentar arrojar algo de luz sobre este revuelto 2023. Y es que la Primera República, más allá de despertar la admiración de Whitman, Engels, Marx o Victor Hugo, encarnó una de las experiencias democráticas más progresistas y audaces del último tercio del siglo XIX europeo, por más que, de nuevo, terminase claudicando ante la acostumbrada bota militar; no en vano, sería el último presidente de aquella república, Emilio Castelar, el que dijera que la historia de España se había repetido tantas veces que cabía en un folio.

La República de 1873 llegaría tras el agotamiento del reinado de Amadeo de Saboya, monarca “democrático” elegido por las Cortes de una Revolución Gloriosa inicialmente partidaria de que España, tras el exilio de la muy corrupta Isabel de Borbón, continuase siendo una monarquía. Así, por 191 votos a favor, el duque italiano se convertiría en el único rey elegido por votación parlamentaria en la historia de España y, a decir verdad, en una solución de compromiso que no apoyarían ni los propios monárquicos. Para colmo, su principal valedor, el general Prim, sería asesinado en oscuras circunstancias el mismo día de su desembarco en Cartagena. Consciente de su debilidad política, incapaz de dar solución a los enormes conflictos legados por la dinastía borbónica (guerras imperiales, carlismo, latifundismo…) y víctima de un atentado que casi le cuesta la vida, Amadeo de Saboya acabaría entregando voluntariamente, y sin demasiados reparos, la Corona de “esta España tan noble como desgraciada”. Fue entonces cuando los diputados republicanos, que no renunciaban al ideal democrático y socializador de la Revolución de 1868, promovieron al fin la proclamación de la Primera República. Era un 11 de febrero de 1873 y España aunaría las ansias de emancipación de los orillados del mundo, siquiera durante apenas 11 meses.

Atravesada por enormes tensiones, atacada sin cuartel por las oligarquías dominantes y carente de unos cimientos suficientemente sólidos, la Primera República española sucumbiría a las tropas del general Pavía el 3 de enero de 1874 y, tras un interregno en el que el general Serrano formaría un Gobierno de concentración de carácter dictatorial, el general Martínez-Campos se pronunciaría en Sagunto para reponer en el trono a Alfonso de Borbón, hijo de la fugada Isabel. El espadón militar se erige de nuevo en soberano único; el pueblo ha de callar. Aun así, el relato monárquico dominante ha conseguido caracterizar la Primera República como un experimento utópico e ingobernable que se cayó por su propio peso, invisibilizando en el camino a los responsables directos (e indirectos) del golpe de Estado que la derrocó. De tal modo, los afanes imperialistas de la alta burguesía, el tráfico de esclavos en los protegidos mercados coloniales, las conspiraciones monárquicas o la corrupción castrense han desaparecido de casi cualquier análisis del periodo, en tanto que la Primera República es presentada como poco más que un puñado de inoperantes académicos debatiendo sobre la revolución federal popular. Y si bien algo de eso hubo en nuestras primeras Cortes republicanas, bastante más hubo alrededor de todos aquellos poderes fácticos que no las dejaron ser.

Herederos del espíritu ilustrado de la Revolución francesa y las Cortes de Cádiz, los políticos republicanos representaban un grupo heterogéneo que, salvando algún que otro evidente extremismo, podía ir desde Francisco Pi y Margall (grosso modo, la izquierda) a Emilio Castelar (grosso modo, la derecha), y que compartía tanto el deseo de ampliar los limitados derechos políticos de los españoles como el rechazo a la monarquía como forma de gobierno. Así, los demócratas republicanos, entre los que se encontraba el moscón Manuel Pedregal y Cañedo, defendieron la descentralización del Estado, el sufragio universal masculino o la libertad de asociación, prensa y credo religioso en un proyecto de Constitución que no llegó a ver la luz. A este planteamiento político de raigambre liberal se añadieron también una serie de reivindicaciones económicas y sociales, especialmente patentes en el programa de gobierno de los demócratas socialistas de Pi y Margall: reforma agraria, devolución de las tierras comunales privatizadas tras la desamortización de Madoz, regulación de las condiciones laborales (incluyendo el salario mínimo y una incipiente negociación colectiva), enseñanza pública o la abolición de la esclavitud. He aquí otra muestra de que cada avance democrático en España ha ido siempre acompañado de las mismas demandas populares, todavía hoy en disputa: mejor reparto material, mayor autonomía territorial y separación de Iglesia y Estado, y a pesar de que las organizaciones obreras de nuestro país fuesen extremadamente débiles en la fecha (el PSOE tardaría aún 6 años en fundarse), no cabe duda de que el grupo de republicanos federales de Pi y Margall constituyó la punta de lanza socialista en el primer proyecto republicano. En consecuencia, Engels describiría al dirigente catalán como “el único socialista de todos los republicanos oficiales, el único que comprendía la necesidad de que la República española se apoyara en los obreros”.

La esclavitud constituía, desde luego, la primera de las numerosísimas deudas sociales en la España de la época, siendo el proyecto de ley para su abolición el “símbolo del nuevo régimen” para el primer gobierno republicano de Estanislao Figueras. Así, el 22 de marzo de 1873 la República abolía para siempre la esclavitud en la isla de Puerto Rico, liberando a casi 30.000 esclavos pertenecientes a unos 2.000 propietarios que, evidentemente, no quedaron muy conformes. De igual modo, las Cortes republicanas se proponían derogar la esclavitud en Cuba, la gran colonia española, mas el general Pavía irrumpiría antes en el Congreso. ¿Quiénes serían, por tanto, los principales interesados en el golpe? Con todo, la abolición de la esclavitud ni mucho menos copa la historiografía de nuestra primera experiencia republicana, siempre tan trufada de cantonalismo y desgobierno. Sin república, España trató esclavos en Cuba hasta 1886, convirtiéndose en la última potencia occidental en dejar de hacerlo; sin república, el marqués de Comillas, el marqués de Álava o el duque de Riánsares (no es de extrañar que el proyecto de Constitución republicana revocase, en su artículo 38, todos los títulos de nobleza), auténticos traficantes de carne humana, son presentados en no pocas ocasiones como meritocráticos entrepeneurs decimonónicos, buscadores de ventaja que aún hoy nombran calles y plazas en alguna que otra ciudad española. Sin república, la tremenda violencia detrás de los grandes procesos de acumulación originaria sigue siendo escondida.

La Primera República también hubo de afrontar otra de nuestras cuestiones capitales, especialmente candente en nuestros días: el dilema territorial. Muchos republicanos bebían directamente del primer anarquismo de Proudhon y su idea de federación, y consideraban que un poder gubernamental descentralizado en pequeños territorios autónomos facilitaría los acuerdos y el progreso. Siendo la sociedad española heterogénea y plural, su autogobierno desde la organización colectiva más próxima al ciudadano se elevaría como el mayor garante de los principios republicanos de democracia y libertad, surgiendo así el municipio, que, con potestad para federarse, nutriría la nación desde abajo, soberana y unida (que no unitaria). De ahí que la república centralista fuese vista por los republicanos federales como poco menos que una monarquía disfrazada, embustera, incapaz de dar solución al problema territorial español. Una república, ya desde los escritos de Pi y Margall, solo podría merecer tal nombre cuando garantizase la autonomía municipal y el encaje federal de las regiones y nacionalidades históricas de España.

La Primera República fue, innegablemente, un régimen fallido, probablemente precipitado, incapaz de hacer frente a la miríada de conflictos que la desgarraron. El radicalismo de los federales intransigentes propició una insurrección cantonal ingobernable; la desunión de los propios republicanos condujo a la sucesión de presidentes y gobiernos ya sabida; la poca madurez de las organizaciones obreras imposibilitó el anclaje del nuevo sistema político en unas clases populares que, ciertamente, no trajeron la república. En un país invertebrado, donde la mayor parte de la población sobrevivía en áreas rurales premodernas, el pueblo no pudo traer la república y mal pudo defenderla. Sin embargo, mal haríamos también si olvidásemos que los sepultureros de todos y cada uno de los ímpetus democratizadores del pueblo español a lo largo de su historia no faltaron a la cita de 1873. Los oligarcas económicos, eclesiales y militares no dejaron nunca de minar el sueño republicano, conscientes de que la monarquía constituía (y constituye) la clave de bóveda de un sistema que garantiza sus privilegios.

A partir de aquí, a los republicanos nos toca rescatar valiosas lecciones del pasado sin dejarnos invadir por nostalgias de lo que pudo ser y no fue. La Tercera República solo llegará tras un proceso de deliberación colectiva en el que partidos y asociaciones republicanas seamos capaces de construir un plan de acción sólido, plausible e imbricado en la sociedad española del siglo XXI; un proyecto capaz de ensanchar nuestra base social para que, de una vez por todas, la república en España sea irreversible. A la Tercera irá la vencida.

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