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Turistificación moscona

Plácido Rodríguez

Si nos basáramos en las teorías científicas de Darwin, probablemente los primeros viajeros de la historia hubiesen sido nuestros antepasados australopithecus, que se dispersaron por el continente africano, más por el primitivo instinto de buscar comida que por el ansia soñadora de conocer nuevos territorios. Si por el contrario tenemos más afinidad hacia el esoterismo y la ciencia ficción, entonces podemos llegar a pensar que los primeros viajeros fueron aquellos que tuvieron que emigrar del Paraíso por una tonta desobediencia a las instancias superiores.

En cualquiera de los dos casos parece muy prematuro aventurar que, bien fuesen rudos homínidos peludos sin bautizar, caminando en pelota picada por la selva, o bellas criaturas celestiales que obedecían a los nombres de Adán y de Eva, cubriendo sus genitales con una hoja de parra para desplazarse en aquel primer resort paradisiaco, en ninguna de las dos opciones podrían calificarse como turistas.

El turismo llega, nos guste o no, con la desigualdad social, en la que unos tienen la capacidad de desplazarse por placer a lugares en los que otros se buscan la vida por obligación y, en algunos casos, también pueden marcharse unos días de vacaciones para poder hacer vida de turistas.

Frente al espíritu viajero que proporciona conocimiento y previene contra la xenofobia, encontramos la enfermedad colectiva y contagiosa del turismo, en la que su fase más aguda, la turistificación, cuerpo y espíritu se debilitan con la comida estandarizada y la constante repetición de clichés que nos hacen retroceder a los patrones de comportamiento de nuestros antecesores primates.

La turistificación da prioridad al que visita frente al habita, de manera que los pueblos y las ciudades afectados por la fiebre sufren el delirio transformador, perdiendo su idiosincrasia para convertirse en esa infraestructura monótona que proporciona servicios a los turistas a cambio de aumentar el coste de la vida de los oriundos y fagocitar su identidad cultural.

En Grau/Grao/Grado no tenemos playa ni muchas reliquias del pasado en las que hacerse una selfie, simplemente estamos en medio de un antiguo camino peregrino que cada año tiene más afluencia. 

De momento los visitantes mantienen ese espíritu viajero y son respetuosos con el entorno y las costumbres de sus moradores, de momento no existe turistificación. Pero ¿se imaginaban los abnegados vecinos de aquel pueblo pesquero de Benidorm a mediados del siglo pasado en qué acabaría convertido? ¿Se habrá puesto ya la primera piedra para transformar esta singular villa moscona en una gigantesca posada capaz de acomodar ingentes oleadas de peregrinos? Como cantaba Bob Dylan, “la respuesta está en el viento”, aunque, en este caso, más bien en el camino: primitivo.

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