Cuando soplaba el viento, Pepón decía que “faía airi”. Si arreciaba, entonces “faía enforma airi”. Y si ya se desmadraba la cosa con rachas huracanadas, lo que decía era que “vinía l’airón”.
Bien por ignorancia meteorológica, bien por ser conocedor de una escala de velocidad del viento muy sui géneris, aquel hombre del interior de Asturias simplificaba los términos, economizaba el lenguaje y no perdía el tiempo en cuestiones inherentes a filósofos y científicos, dedicándolo básicamente a trabajar de sol a sol en labores más propias del común campesinado.
Hoy en día las inclemencias que nos “atormentan” con vientos insolentes y lluvias desmesuradas pasan a tener denominaciones más específicas, de manera que somos capaces de escoltar el cambio climático con nomenclaturas rimbombantes que para nada van a revertir el proceso ni detener los intereses negacionistas, empeñados en reventar el planeta con tal de sacar ingentes beneficios a corto plazo.
Como ya dije antes, Pepón llamaría l’airón a la ciclogénesis explosiva, y si tuviera que nombrar a su manera el acrónimo que tristemente se ha hecho tan popular en España, DANA, “Depresión Aislada en Niveles Altos” probablemente diría algo así como que “llovió la de Dios”.
Y ya se sabe que cuando “llueve la de Dios”, además de pertrecharnos con traje de agua y katiuscas, hay que estar preparado, tal como hiciera Noé, para lo peor.
Por eso muchos nos preguntamos si estamos preparados para lo peor, porque, aunque algunos traten de disfrazar el problema que se nos viene encima, la costa mediterránea es una bomba medioambiental con capacidad de explosionar en cualquier momento, como por desgracia acaba de suceder hace poco tiempo en el levante español.
Catástrofes naturales, como bien sabía Pepón, las ha habido siempre. Lo que ocurre es que con esa nueva terminología que se nos está tratando de imponer parece que cuesta mucho cambiar el registro y pasar a nombrar a algunas de esas catástrofes, tal que la DANA de Valencia, como catástrofe medioambiental, porque ello implicaría reconocer que la desgracia viene motivada por la terca acción humana, que provoca un calentamiento global y un particular y desmedido aumento de temperatura en nuestras costas.
Ahora los políticos están armando “la de Dios es Cristo”, echándose la culpa unos a otros, tratando de eludir responsabilidades. Y no parece que puedan ponerse de acuerdo en abordar el problema a medio y largo plazo, corrigiendo el planeamiento urbanístico para que no se construya en terrenos inundables, creando infraestructuras que mejoren la seguridad de las personas en las zonas afectadas, tomando medidas efectivas contra el calentamiento.
Más bien lo que parece es que algunos se aferran al cargo a la espera poder lucrarse a costa de una reconstrucción que se presupone muy golosa, con adjudicaciones de urgencia que puedan esquivar el control administrativo, con las típicas prácticas corruptas a base de favores, comisiones y mordidas.
Las catástrofes y pandemias sacan lo mejor y lo peor del ser humano. Por un lado, aflora ese sentimiento solidario que nos hace progresar como especie; por otro lado, generan comportamientos deleznables que —en una reflexión de natural misantropía—nos avocan a la extinción. Esperemos que, antes de que “vuelva a llover la de Dios”, quienes tienen el mando y la obligación de proteger al resto hayan aprendido a hacerlo.
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