El encuentro

Juan Carlos Avilés/ La vaca Paca
[Paca y yo]

No fue de un día para otro. Estas cosas, como cualquier fenómeno inusual, requieren un tiempo. Y una disposición anímica especial, un estado de conciencia atípico que te incline a romper la barrera entre lo que consideramos normal y lo que, en principio, no lo es. Había pasado por aquel lugar montones de veces, y la mayoría me había detenido a disfrutar de la placidez que transmiten aquellos animalotes grandullones y ajenos a otra realidad que no sea la de comer y cagar. Pero a pesar de ese comportamiento elemental y primario, siempre he creído que las vacas, como otros muchos seres irracionales, tienen un mundo interior que los humanos no estamos capacitados para descifrar. Ocasionalmente levantan la cabeza y te miran como pensando ¿y éste de qué va?, pero el lapsus apenas dura unos segundos y vuelta a la rutina, que un pasto tierno y jugoso no se pilla todos los días y mirones, sobre todo en verano, hay para aburrir. Y más si son turistas ocasionales y urbanitas –no es mi caso– que no han visto una vaca más que en la pegatina del queso en porciones.
Esa vez ocurrió, y aquel flamante ejemplar blanquinegro y de mirada serena y algo enigmática dejó tras de sí al grupo y poco a poco se fue aproximando hasta que se detuvo delante de mis narices observándome con atención y curiosidad. Si ya resulta difícil entre seres ‘superiores’, imaginaros lo que supone romper el hielo con una vaca. Así que lo mismo que a un bebé, pero de quinientos kilos, le solté una retahíla de chorradas que no parecieron impresionarle mucho y torció la cabeza como barruntando: «este tío es tonto». Me pareció recibir el mensaje, así que cambié el discurso y acerqué la mano a su testuz con intención de acariciarla. Al primer intento dio un respingo de recelo, pero luego dejó que mis dedos resbalaran una y otra vez por el tosco tapiz de su entrecejo al tiempo que abría y cerraba los ojos en señal de satisfacción. Y aunque las vacas sonríen mal, percibí en su semblante algún tipo de complacencia. Prueba superada.
Aquel encuentro se fue repitiendo en mis frecuentes paseos por el lugar, pero no siempre se acercaba hasta mí e incluso había periodos en los que parecía ignorarme radicalmente. Serán cosas de vacas, me decía, o caprichos de género. Pero de nuevo volvía a las andadas y aquellas citas, a veces infructuosas, comenzaron a hacerse más frecuentes y mis soliloquios más densos y sesudos. No hay como soltar el rollo a alguien que te escucha o que parece escucharte, y que además no te lleva la contraria.
Y así fue como Paca –ese es el nombre que le puse porque rimaba bien con vaca– se fue convirtiendo en una especie de cómplice silenciosa y hasta de sicóloga de balde, con lo que me volvía a casa como una auténtica malva aunque envuelto en cierta dosis de inquietud, pero que a estas alturas del baile me la traía bastante floja.
(Continuará)

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