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Los pueblos, mundo rural

Manuel G. Linares

En momentos de reposo, -situación en la que me encuentro- me resulta reconfortante volver mi mirada al pasado de los recuerdos y vivencias. Creo que el haber nacido en un pueblo es toda una suerte, porque los pueblos, que ahora están vacíos y en decadencia, en los momentos de mi infancia, tenían vida propia, no solamente podías contar con los servicios de asistencia, escolar y sanitario, sino que eran como una gran familia, todos los vecinos se conocían y se ayudaban. Como era época de posguerra, se dejaban a un lado viejas rencillas personales, al fin y al cabo eran unos pocos los que se habían alistado a los batallones por ideología o convencimiento; la mayoría habían sido reclutados y militaron a la derecha o a la izquierda en función del signo dominante, teniendo en frente a su hermano o a su padre, por ello, para salir adelante, trabajaban todos, codo con codo, olvidando la tragedia y tratando de salir de la miseria. Los niños acudíamos a las tiendas mixtas en busca de los recados, desde un clavo para la bisagra hasta llenar la botella de Sansón (un litro) con aceite a granel… por supuesto, el tendero lo apuntaba en un libro de diario, con un pequeño lápiz que mojaba en la lengua y que llevaba en la oreja, lo demás lo recogíamos según se correspondía con el cupón de la cartilla de racionamiento. La cuenta se liquidaba a finales de mes, cuando se efectuaba la venta de otros productos, en el mercado o la feria. A pesar de la miseria, unos compartían los productos con otros y así se iba mitigando la penuria y pese a la precaria situación, no era extraño que llegasen a los pueblos personas procedentes de la ciudad, buscando algún pariente o amigo, porque en los pueblos se podía comer ya que se cosechaban productos que el asfalto no daba, y para que algo llegase a la ciudad había que pasar por los fielatos, entre municipios. Estas cosechas eran de patatas, nabos, berzas y remolachas, que con un poco de tocino (con frecuencia cambiado por jamones) se hacía un sabroso potaje, y esto se complementaba con las castañas y el maíz, frente a la carencia de pan, los montes se labraban y se plantaba el trigo que en el verano se segaba y se mayaba. A pesar de la situación, las gentes reían y cantaban y los niños, con su ropa remendada, jugaban con las carretas, los aros, peonzas y otros muchos juguetes hechos por ellos mismos o por algún artesano. Los pueblos y las comarcas tenían vida porque tenían población. Ahora vemos grandes caseríos abandonados que poco a poco van siendo invadidos por los escayos hasta desaparecer bajo esta espesura, porque las casas y los palacios, al igual que los hórreos, paneras e ingenios, se mueren de tristeza cuando sus dueños se mueren o abandonan. El mundo ha vuelto la espalda a la naturaleza, abandonando las grandes despensas naturales que eran los pueblos y esto tiene difícil solución. Hemos abandonado el esfuerzo por el “mantenimiento”. ¿Nos llegará el maná para cruzar este nuevo desierto?

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