El sacerdote somedano Celedonio Álvarez se sacrificó por sus parroquianos de Collada durante la epidemia que asoló a Tineo, Navelgas y otras localidades en 1903

Celedonio Álvarez nació en Valle de Lago (Somiedo), el día 3 de marzo de 1869 y falleció en Collada (Tineo), el día 7 de febrero de 1904, a las cuatro de la tarde, víctima de una epidemia de viruela que asoló al concejo de Tineo a finales del siglo XIX. Exhumados sus restos mortales el día 30 de octubre de 1916, fueron trasladados al cementerio de su parroquia natal de Santa María Magdalena. Era hijo de don Salustiano y doña Engracia.
Fue ordenado sacerdote a la par de otros 43 compañeros de promoción en 1891, en el seminario conciliar de Oviedo, siendo destinado a esta parroquia de Tineo, donde fallece víctima de la epidemia de viruela ayudando denodadamente a sus contagiados vecinos.

En el mes de enero de 1890 se propagó una pandemia de viruela en Tineo (villa); en Navelgas y otros puntos aledaños a esta última población. El resultado fueron 28 defunciones; entre otras la del joven secretario del Ayuntamiento de Tineo, don Bonifacio Javier Canto y Sierra, cuyo óbito se produce el 5 de febrero de ese año, en la calle Sánchez Campomanes nº 12. Estaba desposado con doña Serafina Bermesolo, quedando de este matrimonio Luís y Albina.
Solo habían transcurrido trece años de las últimas y terribles mortíferas acciones de la viruela en el concejo, cuando en 1903 hace nuevamente acto de presencia la espantosa plaga. El portador lo fue un joven residente en Madrid, vecino de la parroquia de Sta. Mª. de Collada, que al sentirse enfermo y con pánico por los estragos que estaba ocasionando en la corte, emprendió la huida hacia Oviedo, donde tomó asiento en el coche de la línea, con recorrido de Oviedo a Tineo en cuyo vehículo y entre otros varios pasajeros que según los anales de la época no tuvieron novedad, venía uno del mismo concejo de Tineo, bien ignorante el desgraciado del temible enemigo que con ellos venía dentro del carruaje, el que invisiblemente y a mansalva le hirió de muerte.
Llegados a sus respectivos pueblos, separados varios kilómetros, se pudo observar en el recién llegado de Madrid, la erupción variolosa de la cual salió ileso; pero no así Ramón Rodríguez Rodríguez, de 63 años, casado en Collada con María Fernández, que la parca arrojó al sepulcro el día 22 de diciembre de 1903, quedando de su matrimonio cuatro hijos: Manuel, María, Sinforosa y Manuela.
Sucesivamente fueron pereciendo en este pueblo compuesto por 22 fuegos, Josefa Rodríguez Pérez, a las 10 de la noche el día 1 de enero de 1904, contaba 12 años, hija de Leonardo y María Pérez, natural ésta de Miño. Su padre Leonardo ya había fallecido por el contagio a las doce de la noche del 25 de enero de ese mismo año, quedando de su matrimonio nueve hijos. Ese mismo día 27, el óbito de un bebé de siete meses: Eduarda García Rodríguez, hija de José, también fallecido, y de María. Ésta fallecería cuatro días antes a los 38 años de edad, quedando en la más absoluta orfandad sus cinco hijos: Manuel, Luscinda, Filomena, Adela y Eduardo.
Extendida la epidemia a gran parte del vecindario fue adquiriendo proporciones alarmantes; y ante la carencia de auxilios y protección tan necesarios en estos casos, no le quedó al médico más recursos que obrar independientemente pagando de su propio peculio algunos medicamentos y todos los desinfectantes, sirviendo de baluarte en aquel caso como en otros muchos y tan solo asociado a personas dadivosas pagando alguno, con la vida tan cristiana abnegación, como le sucedió al joven, ejemplar y virtuoso sacerdote párroco de Sta. María Magdalena de Collada durante la temible dolencia, el que sin descanso atendió con cariño paternal a todos los enfermos variolosos, llevándoles de su propia casa, leche y caldo, haciendo también y caso necesario de enfermero y obedeciendo a los impulsos de su noble corazón llegó hasta el sacrificio de atender por su propia mano los escasos ganados que tenían algunas familias pobres.
Y cuando ya se creyó conjurado el contagio, el día 7 de febrero de 1904, a las 4 de la tarde, caía cautivo el humanitario sacerdote en tan grácil y deletérea prisión. Siendo la última víctima depositada en la fosa común el próximo día ocho. En su compañía vivía su madre Dª. Engracia, quedando en el mayor abandono y desolación, la que no tardaría en acompañarle por el camino e ignota senda de la eternidad.
Según uno de los médicos anónimos que realizó una de las tres series de estudios de geografía o topografías médicas en el concejo de Tineo, “Por último, para que se vea su elevación de miras y caridad inagotable debe hacerse constar que llegando en una ocasión el entonces médico titular de visita a la casa más pobre del pueblo, en el que habían ocurrido dos defunciones de seis que habían sido atacados, halla junto a la cama del dueño que estaba agonizando de la misma enfermedad al referido sacerdote sosteniendo con el brazo izquierdo la cabeza del moribundo suavemente aplicada contra su pecho mientras que con la mano derecha le suministraba unos sorbos de caldo, y al ver al médico que al retirarse depositaba una ligera limosna en la mano de la que es hoy su viuda, le dirigió una mirada de ternura y le dijo sonriente estas hermosas palabras: “Dios se lo pagará a Vd. D.N. y tenga confianza que todos nuestros sacrificios, han de ser recompensados; pero no en este mundo lleno de indignidades e ingratitudes” y a los ocho días después era conducido a la última morada en compañía de otros siete varones y tres hembras fallecidos anteriormente durante dicha epidemia ¿No sería siquiera acreedor de que el retrato de tan venerable sacerdote figurase junto a otros que, por orgullo humano, públicamente se hallan expuestos en el Ayuntamiento de Tineo y sin más méritos algunos que haber sido grandes caciques políticos? ¡Pobre D. Celedonio Álvarez!”.
Testimonio del entierro
En el día ocho de febrero de mil novecientos cuatro, yo el infrascrito cura párroco de Sta. Eulalia de Miño en Navelgas, diócesis y provincia de Oviedo, en ausencia del Sr. arcipreste del partido y como el más inmediato, asistí a dar sepultura eclesiástica en el cementerio de esta de Collada, al cadáver de don Celedonio Álvarez y González, dignísimo párroco que fue de la misma, que falleció el día anterior, en la casa que fue su rectoral, a la edad de treinta y cuatro años, de enfermedad viruela y víctima de su sagrado ministerio, confesó, y no habiendo lugar a más. Era natural del Valle de Lago, en Somiedo, e hijo legítimo de don Salustiano y de Dª. Engracia, no se funeró aún por temor al contagio.
Y para que conste lo firmo, fecha ut supra.
Crescencio G. Fernández.
En veinticuatro del mes arriba dicho, se hizo el funeral, aunque no con la solemnidad que de viera ser, pues solo con ocho señores sacerdotes, pues, unos por estar en confesiones, y otros por temor no han concurrido, ut supra.
Crescencio G. Fernández.
Deja un comentario