
Bienvenidos un mes más, queridos lectores, a este nuestro rincón. Espero que esta pequeña relación os encuentre bien y a salvo del infatigable bochorno que nos asalta mientras escribo estas letras. Se diría que el verano tiene prisa por ocupar su puesto de trabajo. ¡Admirable profesionalidad la suya! Dicho esto, metámonos en materia. El asunto que hoy os traigo tiene fama de derretirse bajo presión.
Como sin duda los más sagaces habrán adivinado, hoy vamos a hablar de los helados. Permitidme que deje colgada en el limbo esa rima, nació espontánea cual paso de baile improvisado. Será por estar pensando en el dulce. La cuestión es que estamos en tiempo de helados. Barquetas, de barra, bombones almendrados, sorbetes, polos… La lista podría hacerse infinita. Hay tantos tipos como personas que los buscan. Cremosos al estilo italiano, en rollo y con sirope como se comen en Corea o de sándwich, los que había en el congelador de la abuela de vuestro escriba preferido. Para muchos, estos postres refrescantes son sinónimo del estío. Otros, quizá llamados por la genialidad, los comemos incluso en invierno. Recuerdo un catarro particularmente dulce hace muchos años. Sea como sea, los helados forman parte de nuestras vidas y diría, sin atisbo de arrogancia, que pueden contarse entre aquellos elementos que componen la “chispa” de la felicidad. Como la misma existencia, deben de aprovecharse sin dudas o vacilaciones, pues son efímeros.
Hasta aquí, la dulce exposición. Por continuar apegados al tema que nos ocupa, hemos llegado a la punta de chocolate del cucurucho que nos ha pringado las manos y ahora nos enfría la garganta. Los ecos del sabor aún resuenan en nuestro cerebro (espero que sea agradable) y eso os induzca a encaminaros hacia la nevera. Yo, por mi parte, os espero a la sombra, de lo contrario me derretiría. Hasta la próxima, quedo a vuestro servicio.
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