Luis G. Donate
Bienvenidos un mes más mis queridos contertulios. Espero que vengáis comidos de casa, pues a petición de uno de nuestros lectores, volvemos a viajar en el tiempo como en el artículo anterior. Si esto gusta, deberé intercalar entre viaje y viaje un artículo de los “corrientes”. Quizá, si alguien se anima, esta serie de recuerdos acabe siendo un libro. Ahí dejo la propuesta. Ahora, si os place, vamos a ello.
La conocí, no recuerdo exactamente cuando, entre prospectos y recetas médicas. Ocurrió en aquellos días en los que mi visión del mundo era un contrapicado, un continuo mirar desde abajo. Es el primer recuerdo suyo que tengo, borroso por los años a pesar de mi buena memoria. Alguien que salía de detrás del mostrador de la farmacia, una bata blanca y un abrazo. Sepa el lector, que ese abrazo se ha venido repitiendo durante años, cada vez que paso por allí. Tanto es así, que casi soy hijo adoptivo de quien me abraza. Cabe mencionar que en dicha botica trabaja más gente que me es cercana. Empezando por el propietario, ávido lector de esta columna y continuando con otros dos miembros de la plantilla, cuyos nombres me reservo. Sin embargo sí diré, que todos ellos son amigos míos, gente leal y sincera que han compartido éxitos y males por igual. Aclarado ese punto, es hora de cerrar este homenaje escrito gracias a un sabio consejo que me permito compartir con vosotros: El aprecio debe ser demostrado en vida. Por eso espero, que quien me inspiró haya disfrutado de estas humildes letras que le dedico. No sólo suministra medicamentos, sino una cura para el alma, el cariño.
Antes de despedirme, esperando que hayáis disfrutado del artículo, os daré las gracias. Hace mucho tiempo que no digo (aunque sigo pensándolo) que un escritor no es nada sin su público. Por eso, os agradezco que cada mes acudáis a leerme, fieles como las golondrinas que traen con ellas el verano. Sin más que decir, quedo a vuestro servicio. Hasta la próxima.
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