Publicado el: 26 Abr 2019

El médico

Por Pablo GONZÁLEZ

[En memoria de Fernando Villabella]

El cielo viene hoy de un azul vítreo, intenso, tornando casi a fuego en el horizonte conforme avanza esta tarde de fin de marzo, inquieta y algo alborotadora, confiada ya ante unas manecillas del reloj cada vez menos exigentes. Aún aguarda un buen rato de luz casi veraniega, serena y protectora, que nos premia en su esplendor. El camino, algo encharcado de lluvia primavera, discurre sinuoso a la par del río Sama, arrimándome por momentos a frescores ribereños y rumores de agua clara. La verdura lo inunda todo, imparable, como si un dios subterráneo la absolviera, por fin, de su cárcel invernal, incapaz ya de contener su ansia de libertad. En tres meses mudará a tonos dorados, a trabajo polvoriento y sudoroso y a pajar para aguardar tiempos peores. Distingo las simpáticas arias de los recién llegados: xilguerinosandolinasraitanes… y un cuquiello solitario que afina su canto, como queriendo mantener el tipo. Las murias de piedra que me separan de las veigas, o que acaso me protegen de la naturaleza inmensa de éstas, sucumben también al verdor y a una sinfonía floral de margaritas y dientes de león, con el norte siempre de musgo, como fiel y perenne recuerdo de que Asturias, por mucho sol que brinde, jamás entrega del todo la humedad de su umbría.

Alcanzo la finca de la Ochava, ahogada de maleza, de ruina, pero de recuerdo memorable. Aquí nació Fernando Villabella, el médico de los pobres, de los que no tenían derecho a la salud, el médico de, al fin y al cabo, casi todos. Paradigma del galeno rural, abnegado, solidario, su estampa a caballo es la nítida imagen de la dedicación, del esfuerzo recio ante la calamidad, la adversidad, la enfermedad y el sufrimiento de las gentes más humildes. Don Fernando vio por primera vez esta penetrante luz del valle del Sama el 17 de enero de 1882, siendo el mayor de siete hermanos. Comenzó la licenciatura de Medicina en la Universidad de San Carlos de Madrid en 1897 y diez años después volvía a Grau para ser su médico titular hasta el final de sus días. Cuentan los mayores del concejo, en una espléndida recopilación realizada por Francisco Aréchaga y Manuel Antonio Suárez, que era la nobleza y el altruismo personificados, “nun cobraba a los probes”, todo ello en tiempos de una Restauración borbónica que estaba muy lejos de reconocer la responsabilidad del Estado sobre la salud de los españoles. Tuvo que ser la Segunda República, pionera de tantas transformaciones sociales, la que iniciase una reforma sanitaria sin precedentes, contemplando por fin un programa público de salud que, como casi siempre, las zonas rurales debían esperar en el último puesto de la fila. El doctor Villabella, por lo visto, decidía la minuta echando un vistazo alrededor, “¿Cómo voy a cobrar si no tienen ni para dar de comer a sus hijos? ¡Otro rico me lo pagará!” A veces, incluso, dejaba algún dinero debajo de la almohada del enfermo. En estos tiempos, y en aquéllos, llenos de Robin Hoods al revés, reconforta presenciar alguno al derechas.

Dicen de Don Fernando que atesoraba además grandes conocimientos médicos y una destreza privilegiada. Antonio Fernández Getino, discípulo de Cajal y director del Sanatorio Getino de Oviedo, exclamó tras presenciar una de sus curas que era una pena que un médico con esas manos se estuviese perdiendo en un pueblo como Grau. Claro estaba que a nuestros humildes campesinos les quedaba demasiado grande aquello de merecer una atención sanitaria de calidad, si acaso tendrían el derecho a morirse sin molestar demasiado, sin acaparar los excelentes médicos y valiosos recursos que habían de dedicarse a esas buenas gentes, de altas cunas y espléndidas cuentas corrientes, con derecho a mejor trato.

Pasaron los años, muchas aguas bajo los puentes, y aun para una vida esforzada y laboriosa como la suya, el peor momento estaba por llegar. En 1936 las tropas del bando sublevado entraban en la villa y denunciaban a Fernando Villabella como enemigo del régimen. Pronto fue apresado y recluido junto con alrededor de 900 presos sospechosos de simpatizar con la República. Relataba su sobrino que todas las tardes sacaban a unos 50 para el correspondiente “paseo”. Tuvo aquí Don Fernando una suerte que fue cruelmente esquiva a tantos otros, ya que un guardia civil local lo identificó, acudió en su ayuda y logró salvarlo. Sobrevivió así a nuestra incivil guerra, falleciendo el 5 de agosto de 1955 tras casi cincuenta años de dedicación incondicional a los demás, a las multitudes humildes que abarrotaron su funeral y portaron el féretro del que fuera su sanador, nunca jamás olvidado.

¿Y nosotros? Los descendientes de esas gentes sencillas, ¿lo hemos postergado? ¿recordamos y glosamos su figura como merece? ¿apreciamos sus valores humanos? ¿los hacemos nuestros? Cuando parecemos nacer para tener, para competir en lo que, en el fondo, no vale nada, me pregunto si reconocemos lo suficiente a Fernando Villabella, si estimamos en justa medida su dimensión humana, si lo consideramos el modelo a seguir que debiera ser y si se conoce la vida y obra de este prohombre en las escuelas del concejo. Mientras se van sucediendo preguntas, de las que temo respuestas, la luna se asoma a su balcón de plata, creciendo perezosa y trayendo brisa fría. En la Ochava, entre disertaciones y retóricas, la tarde se me escapa, la noche comienza su verbena y debo retomar el camino. Adelante espera Borondes, fértil, vivo e industrioso donde los haya. Atrás, Belandres, pueblo de huerta, de atardeceres y riestras de maíz, de corredor y cocina de carbón. El pueblo de mi padre, de mi abuelo, a veces como detenido en el tiempo cuando lo demás se apresura. Quieto, tal vez, en un tiempo mejor.

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