Por Plácido RODRÍGUEZ
Aunque es probable que sea más por injustas que por odiosas, tanto los usuarios del refranero como los psicólogos suelen coincidir en la sugerencia de evitar las comparaciones. A pesar de que en esta clara recomendación concurren sabiduría popular y método científico, creo que no conozco a nadie que no haya sucumbido a esa irrefrenable tentación.
Y es posible que sea en la estupidez de la comparación donde radique la esencia de la misma, porque si ya resulta estúpido, además de prepotente, compararse con quienes aventajamos, mucho más estúpido, además de frustrante o masoquista, es el caso de sopesar nuestras cualidades con los que claramente nos dan mil vueltas.
Pero como la excepción confirma la regla, sólo en algunas ocasiones sacamos partido a la comparación, por valorar aquello que tenemos, y no por lo que nos gustaría tener. En cualquier caso no creo que sea muy aventurado pensar que una de las cuestiones que más perturban nuestro subconsciente en el transcurso de unas vacaciones sea el morbo de cotejar lo visitado con las rutinas y costumbres que nos rodean en el día a día.
A principios del mes de julio, pude ver en Guipúzcoa un hombre que trabajaba manualmente en aquello que en Asturias llamamos andar a la yerba, en un prao muy pindio con una garabata muy grande. En Bretaña me fijé que hacían algo parecido para voltear la hierba bretona, con la diferencia que allí, como es casi todo llano, utilizaban un tractor con un aparejo mecánico que, aunque cueste creerlo, era aún mayor que la garabata del vasco. En Bélgica me pareció que los rollos de hierba ensilada eran muy grandes. Y continué el viaje por otros lugares como Holanda y el norte de Alemania en los que la maquinaria era parecida. En Chequia vi que empacaban la hierba igual que aquí. Y en el Tirol, Baviera o los Dolomitas, comprobé que, dependiendo de la orografía, repetían unos u otros métodos para andar a la yerba.
Fue ya de vuelta, tras recorrer más de 8.000 kilómetros con un furgoneta, después de ver como en Cataluña y Aragón también se repetían las mismas escenas mecanizadas, cuando volví a ver un cántabro con otra garabata, más pequeña que la del vasco. Y me di cuenta de dos cosas: que estaba llegando a casa y que me había ido de vacaciones en el mes de la yerba.
Y no pude evitar la comparación, y comparé: la vida de mis padres, abuelos y antepasados con la mía. Yo era el primero de una estirpe enraizada en el campo que iba de vacaciones en el mes de la yerba.
Comparé el recuerdo de las manos curtidas y poderosas de mi abuelo con las mías, que sin ser pequeñas parecían de juguete al lado de las suyas. Comparé la abnegación de mi abuela y de mi madre con la mía, que apenas llega a la suela de sus alpargatas. Comparé el calor de la yerba con el de la arena de la playa. Comparé infancia y juventud con lo que me toca vivir ahora, y me di cuenta de que, además de odiosas, es verdad que las comparaciones son muy injustas.
Deja un comentario