Publicado el: 25 Mar 2023

La factura social de la pérdida del sentido religioso

Pablo ÁLVAREZ

Pregón de la Semana Santa de Grado

Autoridades, señor párroco de San Pedro de Grao, Hermano Mayor y demás miembros de la Junta de Gobierno del Santísimo Cristo de la Buena Muerte, señores cofrades, amigas y amigos.

Estar hoy aquí, en Grao, en esta maravillosa Capilla de los Dolores, representa para mí un privilegio enorme e inmerecido. Os lo agradezco de corazón y os confieso que me presta por la vida. Me abruma un poco la nómina de pregoneros anteriores. Soy periodista y a algunos de ellos los he conocido como entrevistados, por los méritos que han ido acumulando. Tengo esa mala conciencia de pensar que mi presencia baja el nivel. Pero debo ser sincero: a estas alturas, todo eso ya me da igual. El error de quienes me han elegido ya no tiene remedio. Confío en que no os cueste el puesto.

Mi primer recuerdo consciente de Grao se remonta a cuando tenía 14 o 15 años. Vine a jugar al fútbol con el Llanera Infantil. Creo recordar que perdimos contra el potente Mosconia. Y no sería extraño que yo hubiera influido en la derrota. Me encantaba el fútbol, al que consagré muchas horas de mi infancia. Me sabía de memoria los cromos de las colecciones de la liga. Reconocía a los futbolistas aunque me taparan la mitad superior (superior, la cara) de sus fotografías. En mi faceta práctica del fútbol, empecé aquella temporada como capitán del equipo y la concluí como suplente indiscutible. Si mi club llega entonces a tener psicólogo, seguramente me habría tratado por crisis de ansiedad. Pero como no había psicólogo ni yo sabía lo que era la ansiedad, y mis padres tenían otras preocupaciones bastante más acuciantes (por ejemplo, la inestabilidad laboral de mi padre), superé el trauma bastante bien y me dediqué a otra cosa. Lo malo fue que esa otra cosa, la electrónica, se me daba igual o peor. Menos mal que llegó a mi vida el periodismo: tampoco he llegado muy lejos, pero es una profesión que desde hace justamente tres décadas me hace muy feliz.

Grao me gusta como villa: su mercado, su vitalidad, sus turboglorietas, su historia, su patrimonio… La belleza del santuario de la Virgen del Fresno es asunto serio. Dado que soy un llambión empedernido, me encanta la calidad de los dulces que hacen en Grao. Mi nutricionista de cabecera, moscona ella, sabrá ayudarme a compensar estos excesos.

Con Grao me unen vínculos personales poderosos. Personas a las que aprecio mucho. Ellas me animaron a disfrutar del renacimiento de vuestra Semana Santa de la mano de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Buena Muerte. Una institución como ésta no sólo da realce a una tradición. No solo hace pedagogía de unas creencias. Además de todo eso, genera comunidad, potencia la identidad de un pueblo, fomenta el sentido de pertenencia, promueve la colaboración de niños, jóvenes y mayores en un proyecto común…

En estos años, también he conocido otros eventos menos píos, pero muy ilustrativos de lo que Grao es y alienta. Me refiero, por ejemplo, a la rifa del gochu asturcelta. Si algo está claro es que en esta tierra sabéis elegir lo mejor…

Este es el segundo pregón que pronuncio en mi vida. El primero tuvo lugar en 2009, en las fiestas de mi concejo, Llanera: la celebración de los Exconxuraos. Allí, en esa cena medieval de dos mil comensales, amenizada por un espectáculo de caballeros y caballos… allí me gustaría veros en el primer fin de semana de julio. Os animo a apuntaros.

Hace cuarenta años que leo el Evangelio todos los días: solo unos minutos que sirven de inspiración para toda la jornada. Sabéis, como yo, que la vida y la predicación de Jesús de Nazaret son el mejor libro de instrucciones para aprovechar una vida. El Evangelio lleva siglos inspirando incluso a no creyentes, que alcanzan cotas de virtud que tantas veces sirven de ejemplo de vida para los que creemos. Creemos en Dios, pero no por eso nos sentimos mejores que nadie. Ni peores.

Comparto con vosotros una cosa curiosa que vengo observando: hay gente que se ha pasado muchos años tratando de borrar las huellas del Evangelio en la sociedad, en la vida pública. Pensaban que eso nos haría más libres, más autónomos, más cerebrales, mejores ciudadanos… Pues resulta que ahora están profundamente arrepentidos. Son personas honestas y han descubierto que se les fue la mano, que contribuyeron a demoler algo que no era perfecto, que tenía defectos, pero que mirado globalmente sí era valioso y favorecía el equilibrio de las personas y la convivencia en sociedad.

Y esas mismas personas, que son perspicaces, están viendo que la sociedad actual, con todas sus facetas positivas, innegables, se ha vuelto una sociedad desnortada, consumista, nihilista, hedonista, muy flojita, despiadada con el más débil, inerme ante la adversidad, sentimentaloide, refalfiada de tanto bienestar material…

Este pórtico de la Semana Santa, en el que nos encontramos, es un buen momento para reflexionar con sosiego: la pérdida del sentido religioso de una sociedad pasa factura, y una factura no pequeña. Es eso que dice la gente cada vez más a menudo: “Ahora no hay valores…”. En realidad, sí los hay; hay mucha gente muy buena, muy inteligente, muy generosa… pero tenemos problemas serios.

¿Qué es lo más duro del momento actual? Yo me lo he preguntado y he llegado a esta conclusión. Lo peor del mundo actual son las pandemias. Pero no la pandemia de covid, que ha causado muchos estragos pero hemos conseguido dominarla en buena medida.

Lo peor, peor, a mi juicio, son dos pandemias que no cesan: la pandemia de soledad de tantas personas, jóvenes y mayores, que no tienen nadie que les quiera ni les haga caso. Por eso, muchos se refugian en las mascotas, en las redes sociales o en otras alternativas aún más dañinas. Y algunos en nada de eso, y sufren el desamparo en cada minuto de su vida.

Y luego esa otra pandemia dramática, que está dañando gravemente a las nuevas generaciones. ¿A qué me refiero? Os invito a un minuto de reflexión: estamos en un mundo muy cambiante, que cada día ofrece novedades alucinantes que borran las huellas de lo anterior. Sin embargo, los que mejor están llevando estos cambios tan acelerados son la gente mayor, que los observan con desconcierto, pero saben preservar algunas facetas importantes de la vida que les confieren estabilidad y equilibrio.

Y, contra todo pronóstico, los que peor están llevando tanta novedad y tanto cambio son los niños y los jóvenes, con unas tasas dramáticas de trastornos emocionales y patología mental.

¿Qué sociedad estamos creando? Es cierto que las familias tienen mucho que decir en la educación de sus hijos. Pero los demás, los que ahora mismo no estamos educando hijos, también tenemos la responsabilidad de ayudar a esos padres con nuestro comportamiento cotidiano, con nuestra ética privada y pública. Ya conocéis el famoso proverbio africano: “Para educar a un niño hace falta la tribu entera”.

Deje su comentario

La Voz del Trubia