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Trashumancias

Juan Carlos AVILÉS/ La vaca PACA
[Paca y yo]

Andaba por el Alimerka pertrechándome del dichoso kit de 72 horas para desastres varios —las brujas no existen, pero haberlas haylas— cuando me sonó el teléfono a pie de caja, como siempre ocurre. Era un amigo para comentar el ladrillazo parlamentario de lo del rearme y otras mamonadas. «Lo siento, pero estoy pagando unas compras», y le colgué. Acto seguido bloqueé su número y marché con la bolsa de los víveres soltando cagamentos en varios idiomas, que para eso uno ha viajado. Llevaba varios días inmerso en una profunda depresión por la nefasta marcha del mundo y sin asomarme a cualquier artilugio que escupiera noticias televisadas, impresas o digitales. No podía más. Ni siquiera me acerqué a ver al único ser que me entendía o al menos me escuchaba: mi amiga Paca. Así que puse el marcapáginas en la 187 de un libro que me atrapó y consoló por su genial surrealismo creativo, y cuya lectura sugiero si tenéis la olla lo suficientemente alterada y predispuesta: El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon. Y salí a ver a mi interlocutora favorita.

Cuando llegué no había ni rastro del ganado. Entre desolado y confuso pregunté a un chaval con coleta que vi por allí acarreando unos fardos de paja.

–Perdón, joven. ¿Las vacas?

Algo sorprendido por lo inusual de la pregunta, pero amable y sonriente, me contestó.

–Están en otro prao, porque aquí ya no hay na que rascar.

Obviamente, no me pasó a ninguna salita ni me ofreció un té con pastas, ni siquiera una pizca de conversación, lo cual hubiera sido tan surrealista como mi novela. Así que di media vuelta y me fui por donde había venido. Y mientras caminaba mirándome los pies, propio de quien va por la vida sin demasiados horizontes, sentí en mis adentros una sensación de desasosiego y un cierto sabor metálico que ya había experimentado otras veces, generalmente asociado a una infinita desgana. No suele durar mucho y casi siempre lo resuelvo con aplomo, positivo escepticismo y gallardía de superviviente. Despegué los ojos del suelo, respiré hondo y comprobé de nuevo que, más allá de las hierbas del camino, había un paisaje del que todavía formaba parte. Y me fui a casa.

(Continuará)

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