Publicado el: 21 Ene 2021

Aquellas mujeres: hablemos de Lila Xaviel

Balbina Álvarez Parades, de Rañeces, en Las Regueras, fue una de aquellas mujeres que afrontaron con valentía situaciones muy adversas y supieron sobrevivir

Por Candela García Fernández, de Casa Muria

Durante la fase del confinamiento hubo tiempo para todo y recordé lo que de pequeña escuché sobre la “gripe española». No voy a evocar esa peste, que bastante tenemos con la nuestra, pero sí a esas mujeres abnegadas y valientes que fueron capaces de sobrevivir en situaciones muy adversas. ¡Hablemos de ellas!
Hoy hablamos de Lila Xaviel.
Las pequeñas, deformadas y curtidas manos, que durante décadas estuvieron dedicadas al cultivo del campo, han desaparecido hace 26 años. Fueron las manos de Balbina Álvarez Parades, vecina de Rañeces (Las Regueras) durante más de 103 años. Una mujer menuda, de tez oscura, con un diminuto moño peinado en la nuca, que dejaba ver una cara despejada, surcada de profundas arrugas esculpidas por el duro trabajo y el dolor vividos. Vestía la típica bata de cuadros negra, que sujetaba con mandil del mismo color. La fragilidad de su aspecto chocaba con la fortaleza que puso de manifiesto para hacer frente a las muchas vicisitudes que la vida le presentó. La recuerdo sentada en un pequeño banco de madera en el portal de la casa mariñana en la que vivió toda su vida. En verano, en las horas de la siesta las mujeres de la casa y algunas vecinas se sentaban allí y comentaban la actualidad del momento (no había TV para ver “Sálvame”). Siendo niña, más de una vez asistí con deleite a aquellas tertulias, escuchando cosas que unas veces me hacían llorar y otras reír. Quiero compartir con vosotros algunas de ellas.

«La fragilidad de su aspecto chocaba con la fortaleza que puso de manifiesto para hacer frente a las muchas vicisitudes que la vida le presentó. La recuerdo sentada en un pequeño banco de madera en el portal de la casa mariñana en la que vivió toda su vida».


Balbina, a quien casi todos llamaban Lila, decía que había nacido en 1888, aunque no la habían apuntado hasta 1891. Pertenecía a una familia humilde. Su padre falleció prematuramente dejando viuda y seis huérfanos. Posiblemente llevado por la responsabilidad de ser el único varón de la familia, su único hermano emigró a América y no fue hasta pasadas varias décadas cuando volvieron a tener noticias de él. Dos de sus hermanas murieron con una diferencia de pocas horas de la mal llamada gripe española, pandemia que allá por 1918 puso en jaque al mundo, como actualmente lo está haciendo la COVID19. De manera precoz, Lila se vio convertida en la cabeza de familia. A las calamidades familiares se unió la estrechez económica, ya que malvivían de la casería que llevaban en renta y que algunos años no producía ni siquiera lo suficiente para hacer frente al abono de la misma, y que debían de hacer en especie. Ella relataba emocionada lo mal que lo pasaba cuando se acercaba la fecha de pago y no tenía el trigo suficiente o lo que tenía era de baja calidad. En 1922, Lila contrajo matrimonio con un joven vecino, que había hecho durante más de tres años el servicio militar en África. Era sastre de profesión y aquel matrimonio suponía la esperanza de la familia. Por fin tendrían un hombre en casa. ¡Qué ingenuidad! La suerte no estaba de su lado, un aciago día de otoño, el joven marido tras un malentendido con un parroquiano fue brutalmente acuchillado falleciendo casi en el acto. Lila decía: “Llegó a casa con les tripes en les manos y murió en lus mis brazos». Pocos días después de la fatídica pérdida, Lila descubre que está embarazada. La ilusión de la maternidad se vio empañada por el dolor de saber que su hija nunca conocería a su padre. Llevó el embarazo como pudo, trabajando de sol a sol: las labores domésticas, el cuidado del ganado y el cultivo del campo ocupaban sus eternas jornadas de trabajo los 365 días del año. En aquel momento las casas no cumplían los requisitos de habitabilidad que hoy consideramos mínimos; sin luz, sin agua, sin servicios sanitarios, en fin, mantener unas condiciones higiénicas mínimas suponía un esfuerzo añadido, que Lila realizaba con ahínco. Ella solía decir: «La frescura amola Dios”, dando a entender lo importante que era para ella la limpieza. Esta cualidad la hizo popular y a veces iba a trabajar para otras familias a cambio de alimentos. También ayudaba en las matanzas y era muy apreciada como “panadera» porque “arroxaba” muy bien. A pesar de su intenso trabajo, la falta de recursos era cotidiana. “¡Cuántes veces a la hora de facer la comida me ponía a llorar por no tener nada que echar a la pota! En ocasiones llegaba una vecina y compadecida de nosotres venía a traenos, escondíu baxu’ l mandil, un poco de compango. ¡Cómo voy yo a olvidar eso! “, nos contaba Lila con los ojos empañados en lágrimas y las manos apretadas. Para no aburrir a los lectores no añadiré más calamidades, pero si quiero comunicar que, rodeada de cariño, sacó adelante a su única hija a la que también perdió prematuramente. Ya en la vejez, Lila vio compensada su abnegada vida rodeada del respeto y del afecto de sus nietos y biznietos.
Decía antes que también había escuchado anécdotas que me hacían reír. Han pasado más de 50 años, pero aún recuerdo la primera vez que la oí contar lo siguiente: “Cuando taba sirviendo en ca Dña. Lola, en Ovieu, una vez diome dos entradas pal cine; yo oyera hablar d’él pero nunca fuera, así que, díxiilu a la mi hermana y pallá fuimos a carreres les dos ; llegamos tarde y taba oscuro así que, sentámonos en lo primeros sitios que topamos; al poco me diz la mio hermana “¡Lila, qué raru ye esto! somos les mejores mozes” (ninguna de ellas llegaba al 1,50m). Cuando terminó la película y la oscuridad dio paso a la luz vieron que ellas habían estado de pie apoyadas en las sillas cerradas, mientras que el resto del público estaba sentado. Y se reía diciendo “¡qué tontes yeramos!”.
Otra anécdota que le escuché muchas veces era cómo en una ocasión iba a Avilés, con su madre, andando, a vender algo de por casa (castañas, huevos y algún figo) . Cuando estaban a mitad de camino, Lila se quejó de hambre y su madre le prometió que si conseguían vender lo que llevaban le compraría un bollo de pan. Efectivamente vendieron todo y su madre le compró el prometido pan. Una vez con él en la mano Lila dijo: “ ay, ma, si me comprares un chicharrín” a lo que su madre respondió: “No hay nadie más egoísta que un probe”….. Cada uno que saque su moraleja.

«Sabía infinidad de canciones, refranes y cuentos. A cada cosa que le decías ella te respondía con un refrán alusivo»


No puedo terminar este escrito sin mencionar la privilegiada memoria que esta mujer tenía. Sabía infinidad de canciones, refranes y cuentos. A cada cosa que le decías ella te respondía con un refrán alusivo. Y eso que ella no sabía leer, ni escribir. Eso sí, le gustaba mirar las ilustraciones de las revistas a las que ella llamaba “santos”, aunque estuvieran muy lejos de serlo.
Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla, son recuerdos de interminables tardes de verano en casa de Xaviel, escuchando lecciones de feminismo, ecologismo, reciclaje, resiliencia y muchas cosas más; ah, y lo mejor de todo es que Lila ni siquiera conocía esas palabra, ni necesitó ser empoderada.
Un abrazo a Mamina (así la llamabamos los guajes) allá donde estés, seguro que estarás “faciéndote cruces con el despilfarro de hoy y lo estropiaus que tamus”.

Comentarios:
  1. María Suárez dice:

    Que retrato entrañable! Merecido homenaje!Nadie muere mientras permanece en la memoria!
    Descansa en paz, mamina!

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