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La primavera el mexo altera

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Plácido Rodríguez

Cuando entra la primavera hay días que lo primero que hago al levantarme no es ir al baño, sino al prau que tengo detrás de mi casa, un lugar mucho más espacioso que cumple con algunas y mismas funciones, sin la restricción visual que imponen lavabos, bañeras, retretes y bidés, sin la monotonía que emana de los azulejos alineados en pos de una higiene más reglamentada y sumisa.

Por no entrar en descripciones escatológicas, he de decir que, mientras el manto herbáceo asimila con abnegación gramínea los metabolitos que emanan del sueño y la vejiga, me deleito con la vista, no mirando hacia abajo, sino levantando la cabeza en dirección Oeste, donde el tapiz verdoso asturiano se funde en el horizonte con el azul de la atmósfera. Y es en ese momento doblemente agraciado tanto por el desahogo del fluido corporal como por la recreación sensorial que la naturaleza brinda a la vista, cuando la dualidad interior en la que fricciona un componente urbanita frente a otro rural se decanta con claridad por el segundo. Y es en ese momento dichoso, mezcla de alivio y epifanía, cuando el adjetivo adelanta al sustantivo en un astuto regate sintáctico, convirtiéndose en el dichoso momento en el que espejismo se formula ante mí como lo hicieran aquellos molinos en la cabeza trastornada de Don Quijote.

La loma que tengo detrás de casa me provoca, blandiendo varias torres con palas giratorias a modo de gigantes a los que la fuerza del viento incita a mover sus brazos de forma retadora. Por un lado, la relajación urinaria se corta de forma súbita, desagradable, como un grifo que cierran de repente y repercute un golpe de ariete sobre las válvulas y cañerías de la instalación, por otro lado, la visión bucólica y relajante se torna en fogonazo perturbador, como un trol desarrapado que se cuela en el estudio de un pintor mientras plasma en el lienzo la belleza de un cuerpo desnudo.

La alucinación se instala en mi retina durante unos segundos, un tiempo breve pero de intensa angustia psicológica. Todo se formula muy rápido. Pienso en la implantación indiscriminada de aerogeneradores por toda España, en la factura de la luz, en la disputa del hidalgo caballero con los molinos, en los privilegios de las compañías eléctricas, en la ceguera de Don Quijote, en las puertas giratorias que permiten que altos cargos políticos pasen a formar parte de los consejos de dirección de esas empresas…

Dulcinea del Toboso se me insinúa de espaldas, con el torso desnudo. Se gira y me mira a los ojos, provocadora. Su cara se distorsiona y poco a poco se transforma en la de Felipe González, fumando un puro y echándome el humo a la cara mientras me ofrece acciones de Naturgy. Después retoma facciones de mujer y se convierte en Cristine Lagarde, que me mira como un picatuero lujurioso recién salido de una sesión de rayos UVA y trata de venderme acciones del Banco Central Europeo. Vuelve a transformarse y le sale bigote, ahora es Aznar quien se aparece. Este me mira con aire de superioridad y me presiona con una dialéctica casposa para que compre más acciones, esta vez de Endesa. Hasta que me invade una rabia quimérica y discrepo en voz alta de Alonso Quijano de forma contundente, y digo: “Amigo Sancho, tienes razón, no son gigantes, son hijos de puta”.

Despierto un poco agitado. El Sol se acaba de instalar en mi ventana, como un ojo gigante que trata de escrutar la habitación en busca de restos de la noche. Pero la noche esquiva su mirada, por mucho que se disfrace de luna llena.

Me levanto y, en vez de ir al baño, salgo al prau que tengo detrás de mi casa para expulsar la mala hostia y los metabolitos del sueño y la vejiga.

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