Bienvenidos un mes más a este nuestro salón. Ya sabéis que aquí se habla de todo y de nada (solo cuando nos da por la metafísica). Espero que vengáis preparados, hoy traigo algo que tocará la fibra sensible de algunos. Con ello, corresponderé al buen trato de una buena persona. Si os place, vamos a ello.
Hubo una vez un niño (ahora tiene barba y escribe unos artículos que mucha gente le hace el honor de leer) que subía cada día por una carretera. En esa carretera había una rejilla que le parecía un abismo. Pero él lo atravesaba, porque iba a ver a alguien a quien quería mucho. Una anciana viuda, todo paciencia y cariño que siempre se alegraba de verlo. Esta buena señora tenía un hijo que trabajaba haciendo cañones en una fábrica cercana. Un hombre alegre y pronto a la risa. Con los años, el niño conoció a la mujer y los hijos del hombre, a su hermano y lamentó con ellos la pérdida de la anciana. El siguiente en partir, fue dicho hermano. Un alma gentil que nunca hizo mal alguno. Ahora, el niño, en la frontera de la hombría, ve como arde la nave que guarda el cuerpo del hombre y llora por un buen amigo. Una rama digna del árbol del que brotó. Quieran todos los dioses que la tierra te sea leve, descansa. Nos veremos, cuando llegue el momento.
Espero que sepáis perdonar este alarde. En una ocasión alguien me dijo que los artículos no debían reflejar tanto mi vida personal. “Yo soy yo y mi circunstancia”, dijo Ortega y Gasset. Por eso he convertido nuestra tertulia en una suerte de epitafio encubierto. Quien debe entenderlo, lo hará. Y los que no, hacedme el favor de tomároslo como una historia narrada por este, vuestro fiel juglar. Espero que, como siempre, os haya gustado. Quedo a vuestro servicio. Hasta la próxima.
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