Mala leche

[Paca y yo]

Juan Carlos Avilés/ La vaca Paca

Tenía ganas de regresar de nuevo a casa. Aquel prao al que nos llevaron porque al de la quintana ya no había quien le echara el diente no me gustaba un pelo. Estaba lleno de escayos y altibajos y echarse a dormir era una tortura, pero, eso sí, la hierba, además de abundante, era jugosa y fresca y entraba sola, lo que para una vaca es muy de agradecer ya que tenemos las comederas un poco complicadas. Además, llevaba días sin ver al paisano, el único que me alegraba la vida porque en la granja, quitando a los nietos de Cejijunto, no había con quien tratar. 

Durante los días que estuvimos fuera de la finca pasaron cosas. Nada que no hubiera ocurrido otras veces, pero que en esta ocasión encajé de manera diferente. En otras palabras, que me dio por pensar más de la cuenta, y las sensaciones que tuve en otros momentos, y a las que no daba importancia, se me antojaban más inquietantes. ¿Por qué había lugares que me resultaban familiares, y en los que me parecía haber estado con anterioridad y en otras circunstancias? ¿Qué había en mi cabeza que me hacía sentir ajena al resto de mis compañeras? Luego estaban los sueños. Porque, lo creáis o no, las vacas soñamos, como supongo que el resto de los seres vivos, humanos incluidos. Solo que ellos, cuando rebasan la frontera del despertar y vuelven a la vida cotidiana, olvidan lo que han soñado. Pero yo no. Yo me sumerjo en un mar de contradicciones y contrastes inexplicables que me hacen tener las tetas echas un lio y el coco a cien por hora. Definitivamente, creo que estoy en crisis. 

Cuando llegamos a la finca el paisano estaba apoyado en la valla, con la gorra calada hasta las cejas y la cabeza apoyada entre ambas manos. Podría llevar allí, en esa tesitura, lo mismo diez minutos que diez años, que eso que llaman tiempo es así de antojadizo. Pero cuando nos vio cruzar la portilla alzó la cara y se le iluminó de oreja a oreja. Lo mismo me ocurrió a mí, aunque la distancia es mayor y las orejas más grandes. Me separé del grupo para dirigirme a él, pero Cejijunto vino como una exhalación y empezó a darme hostias con la vara a diestro y siniestro. 

–¡Eh, oiga, no pegue así a la vaca, ho!, le recriminó el paisano. 

–¿Y a usted qué coño le importa? La vaca ye mía y la trato como me sale de los güevos. 

Aquella somanta de palos ya me la había propinado otras veces, pero en esta ocasión me dolió en el alma y en lugar de un sentimiento de sumisión y obediencia lo que me recorrió del hocico a la cola fue una tremenda sacudida de rabia e impotencia. De haber tenido cuernos (lástima ser frisona) me hubiera revuelto y se los habría metido por el culo a ese viejo borrachuzo cojitranco e impresentable. No sé si fue un atisbo de sentido común o la repentina aceptación de mi ínfima condición vacuna y enfilé con las demás camino de la cuadra. 

A la mañana siguiente de mis ubres salió una leche agria y espesa, lo más parecido a un yogur pasado de fecha. Sin duda alguna, desde aquellos días algo estaba empezando a cambiar. 

(Continuará) 

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