Por Plácido RODRÍGUEZ
Cuando se juntan años de estudio, manos, cabeza y corazón, las teclas de un piano se convierten en un deleite para los oídos; si a todo ésto le añadimos una efervescencia sonora que brota por cada poro de su piel, entonces empezamos a hablar de Isaac Turienzo.
Este viernes tuvimos la oportunidad de escuchar al maestro en Grao, en una miscelánea de interpretación y verbo en la que la música interactuó en medio de las explicaciones y anécdotas que durante hora y media consiguieron conquistar en clave de jazz al público que asistió a la Capilla de los Dolores. En un marco inigualable para realizar un concierto “familiar”, Turienzo desnudó el paso de los años desde que comenzó a tocar el piano hasta el día de hoy.
Nos mostró cómo eludir las reprimendas de su padre, que le insistía en que practicase con las partituras de música clásica, de manera que cuando su progenitor abría la puerta de la habitación en la que ensayaba, el joven Isaac podía cambiar de la experimentación a los patrones clásicos con elegancia en la transformación sonora y gesto de concertista refinado.
Trató de quitar mérito a su destreza, ironizando con el sinfín de horas de estudio empleadas para llegar a conseguir manejarse en el teclado con la solvencia que lo hace.
Nos contó anécdotas suyas y del gran Tete Montoliu, al que imita cuando habla, siempre desde el respeto y el cariño.
Nos embelesó con las teclas negras de la música negra. Nos enseñó la transformación de un bolero a una pieza de jazz, lo mismo hizo con una canción asturiana, Santa Bárbara Bendita.
Interpretó algunos temas de gran complejidad, nos introdujo en la magia del Sur con una pieza de Jorge Pardo, nos asomó a las ventanas de la locura que se apoderó de Thelonius Monk, a la creatividad de Montoliu y a la suya propia.
Fue un concierto didáctico, valiente y sincero que encandiló a los expertos y sedujo a los menos iniciados. Fue una reinterpretación de sí mismo y el mundo que lo rodea. Fue, en esencia, el Jazz de Isacc Turienzo.
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