Por Esther MARTÍNEZ ÁLVAREZ
La frontera física entre Oviedo y Las Regueras en su vía principal es el río Nora; la comercial fue durante años el fielato de La LLoral, donde se debía pagar un impuesto a las mercancías que entraban en la ciudad procedentes del campo. Desde siempre se dijo en la zona urbana, que Las Regueras quedaba a la espalda del monte Naranco. La expresión es bastante clara, ni de frente ni al lado, sino detrás; siempre detrás…
En la actualidad la brecha más importante entre el mundo rural y el urbano no es ni digital ni salarial, podríamos definirla como «brecha vegetal».
¿Que nos separa de la ciudad? El propio campo.
A partir de los años 60 se inició un despoblamiento paulatino provocado por la oferta de puestos de trabajo en los servicios y en la industria. En los 70 y 80 se nos conminaba a abandonar las aldeas con urgencia. Las tareas del campo se ofrecían a los estudiantes como castigo a las malas notas o al mal comportamiento. Nunca se nos enseñó a los que nacimos y nos criamos en los pueblos a diseñar o emprender una forma de vida y un futuro a partir de la tierra sino todo lo contrario; a huir. Años más tarde estamos volviendo a vivir en el campo pero no del campo.
Se abandonan explotaciones, se cierran comercios y se nos llenan los jardines de arados restaurados y de hórreos vacíos donde el interior es un espacio yermo y lóbrego donde ni hay «gavitus» ni nada para colgar en ellos; ni grano ni patatas que guardar. Los corredores lucen tan impecables como tristes y condenados a no servir para lo que fueron creados, colgar riestras de maiz y fabes a secar.
Queremos conservar este patrimonio etnográfico por puro goce para nuestros sentidos, para librar nuestra conciencia de la culpabilidad de dejar languidecer y agonizar el campo, por la necesidad de rendir un tributo a nuestros ancestros y para que las futuras generaciones no nos echen en cara no haberles dejado los testigos de sus raíces, aunque vacíos de contenido; tan vacíos como los pueblos que heredarán, hermosos, pero sin su razón de ser; porque un pueblo sin cultivos ni ganados por muchas casas que tenga de estilo tradicional con corredores de castaño y fachadas de piedra terminará convertido en un museo etnográfico al aire libre para disfrute de turistas, en el parque temático de la vara de hierba o en el centro de interpretación del garabato.
Analicemos si estamos haciendo lo correcto comprando lechuga y cebollas en el centro comercial y pidiendo luego conservar las tradiciones cuando el tamaño de nuestra huerta es inversamente proporcional al carro de la compra. Entonemos un poco el mea culpa y luego ya ponemos los candiles, madreñas y demás antiguallas para rellenar la estantería del salón mientras la tierra produce gladiolos y petunias.
Creo que la ciudad que tanto debe a ese territorio y a esas gentes que llenaron su despensa y su barriga en los años difíciles, tendrá que mirar de frente y tratar de tú a esos espacios de las afueras, que esperan no quedar baldíos y que en estos tiempos de crisis de todo tipo, pueden ser un recurso tan necesario como eficaz, así como una alternativa a la compra en los supermercados. De esta manera muchos campos abandonados y sin productividad que están, no a la espalda, sino al lado del último edificio de la última calle con aceras, pueden servir de ayuda (mutua) y de reconciliación de dos formas de vida que están condenadas a fusionarse y entenderse.
Si la aldea fue atraída e influenciada por la zona urbana, ¿porque no ahora al revés?.
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